Veintiún minutos antes de las ocho de la mañana tres bombas estallaban en un tren que llegaba a Atocha. Otras siete lo hacían después en otros convoyes aquel 11 de marzo de 2004, el día de la mayor acción terrorista de España, que inundó de solidaridad el país y también lo sacudió a tres días de unas elecciones.

192 personas fueron asesinadas en los atentados perpetrados por una célula de terroristas de Al Qaeda: 34 perecieron en el tren que explotó en la estación de Atocha; 63 en el que lo hizo frente a la calle Téllez; 65 en el de la estación de El Pozo; 14 en el que estaba en la estación de Santa Eugenia y 16 en diferentes hospitales, la última en 2014 tras permanecer en coma diez años. Más de 1.800 viajeros resultaron además heridos.

Quince años después, nadie duda de que las fuerzas de seguridad, servicios de emergencia y también la ciudadanía respondieron con creces a la mayor emergencia que hasta el momento había sufrido España, un antes y un después en la respuesta a un atentado y en la lucha contra un terrorismo que veíamos lejano, más acostumbrados a combatir a ETA.

Del 11M quedarán imágenes colectivas como las de decenas de vecinos en pijama auxiliando a los heridos, autobuses convertidos en improvisadas ambulancias y cientos de ciudadanos que dejaron su trabajo o sus clases en la universidad para donar sangre.

Pero la masacre yihadista deja para la historia unos días frenéticos también en la escena política. Con la autoría de los atentados difusa en las primeras horas, los partidos suspendieron sus campañas a tres días de la celebración de elecciones generales.

Apenas dos horas después del atentado, el entonces presidente del Gobierno, José María Aznar -Mariano Rajoy era el candidato del PP-, convocaba el gabinete de crisis y al mediodía el ministro del Interior, Ángel Acebes, aseguraba que “no había duda de la autoría de ETA”.

Una respuesta que, lejos de diluir la pregunta de “quién ha sido”, que se hacían muchos ciudadanos, comenzó a acrecentar la hipótesis yihadista casi al mismo ritmo con el que miles de personas se empezaban a echar a las calles en solidaridad con las víctimas.

El 14 de marzo el candidato socialista José Luis Rodríguez Zapatero se convertía en el nuevo presidente del Gobierno. Mientras, los servicios de información de las fuerzas de seguridad se afanaban por encajar las piezas de la masacre y localizar a sus autores.

Una mochila-bomba sin estallar, hallada en el tren de la estación de El Pozo, permitió conocer el tipo de explosivo y el número de la tarjeta del móvil al que estaba conectado.

Según la investigación, el atentado fue obra del Grupo Islámico Combatiente Marroquí (GICM), autor de la muerte de 45 personas en Casablanca en mayo de 2003, y las bombas se prepararon en una finca de Chinchón (Madrid).

No había pasado un mes del atentado cuando el 3 de abril la Policía daba con siete de los terroristas en un piso de la localidad madrileña de Leganés. Cercados por los GEO, la célula se suicidó con una fuerte explosión que también mató al subinspector Francisco Javier Torronteras, lo que eleva la cifra de víctimas a 193.

Dos meses después, el Congreso de los Diputados aprobaba la creación de una comisión parlamentaria de investigación sobre los atentados, de los que ya había más de una decena de detenidos.

No fue hasta el 15 de febrero de 2007 cuando arrancó en Madrid el juicio. La sentencia llegó en octubre para concluir que en los atentados participaron 22 hombres: los siete que se suicidaron en un piso de Leganés (Madrid), otros 14 procesados que recibieron penas no superiores a los 15 años de cárcel y una persona sin identificar.

Los siete suicidas de Leganés (entre ellos Jamal Ahmidan, el Chino, y Serhane Ben Abdelmajid, el Tunecino) fueron quienes junto a Jamal Zougam, detenido dos días después, y Otman Gnaoui, detenido el 30 de marzo, colocaron las 13 mochilas cargadas con explosivos (tres no detonaron).

Zougam y El Gnaoui, condenados a 42.922 y 42.924 años de prisión, respectivamente, fueron considerados autores de los atentados: el primero, porque fue reconocido en los trenes; y el segundo, porque su ADN fue hallado en una sudadera de uno de los terroristas.

La tercera condena más abultada recayó en el exminero José Emilio Suárez Trashorras, que fue condenado a 34.715 años por sustraer los explosivos y suministrarlos a la célula.

Quince años después, el 11M es un caso “judicialmente resuelto”, aunque no cerrado, ya que la sentencia dejó abierta la posibilidad de que hubiera más terroristas implicados, y el juzgado de la Audiencia Nacional que investigó el atentado mantiene abierta una pieza con los perfiles genéticos que quedaron sin identificar.

Sin olvidar la participación de otros cuatro terroristas que huyeron: Said Berraj (en paradero desconocido), Othman El Mouib y Mohamed Afalah (supuestamente muertos en atentados suicidas en Irak), y Mohamed Belhadj, ya condenado en Marruecos a 11 años de prisión.

De los 18 condenados en España entonces por los atentados, dos siguen en prisión, Zougam y Hassan El Haski (14 años de cárcel en España y a otros 10 en Marruecos, donde debe ser extraditado tras cumplir condena). Ambos fueron detenidos el pasado octubre por integrar un frente yihadista en distintas prisiones.

En este tiempo, el Estado ha indemnizado a las víctimas con más de 318 millones de euros, y aún cerca de 200 heridos o familiares de fallecidos necesitan ayuda psicológica por estrés postraumático, ansiedad o depresión.

Además, 89 sufren a día de hoy heridas que les han dejado totalmente inválidas o con un grado de incapacidad física que les inhabilita para trabajar.

Quince años después las fuerzas de seguridad han tenido que reforzar la lucha contra el terrorismo internacional hasta incluso multiplicar por cinco sus efectivos especializados. Desde el 11M se ha detenido a unas 800 personas y a otras 102 en operaciones en otros países, se han desbaratado planes avanzados de atentados y reforzado la legislación.

Pero también en este tiempo España ha vuelto a sufrir un atentado. El 17 de agosto de 2017 una célula yihadista asentada en Ripoll (Girona), integrada por jóvenes que habían sido radicalizados por el imán de la localidad, causaban 16 muertos: 14 en Las Ramblas (Barcelona) arrollados por una furgoneta, un apuñalado en Barcelona y otro en Cambrils (Tarragona).

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