José María Agüera Lorente

 

«Nuestra alma obra ciertas cosas, pero padece ciertas otras; a saber: en cuanto tiene ideas adecuadas obra necesariamente ciertas cosas, y en cuanto tiene ideas inadecuadas padece necesariamente ciertas otras.»
(Baruch de Spinoza: Ética, 3, proposición I)

Seguramente a algún lector le pueda parecer que ando algo pesado últimamente escribiendo sobre sentimientos, moral, política, esos asuntos que vienen a conformar el territorio de los «jardines filosóficos», parcelas de suelos pantanosos en las que quienes se atreven a adentrarse transportados por sus cavilaciones a buen seguro acabarán engullidos por un pozo sin fondo de arenas movedizas. Será mi caso también, pero confieso que no lo puedo evitar; es cosa de la atmósfera moral que en este nuestro país se respira.

Ilustración de Jesús Morgado

En otros textos míos he empleado la expresión «atmósfera mental» para referirme al medio en el que vivimos envueltos los humanos, que no es físico sino mental, y que está compuesto por el conjunto de ideas y creencias –o memes, utilizando el vocablo acuñado por Richard Dawkins– que hacen el mundo para el ser humano. Es análogo a la atmósfera física en el sentido de que, igual que respiramos los gases que la componen, cada uno de nosotros no puede sino pensar a partir de las ideas y creencias que componen la atmósfera mental que le ha tocado en suerte «respirar» en términos intelectuales. Esa atmósfera mental varía en su composición de época a época y de sociedad a sociedad. Los pensamientos de los encéfalos que la «respiran» pueden modificar esa composición por medio de una producción y trasiego dinámico de ideas. Algunas pueden ser muy tóxicas y estáticas, viéndose sometidas con el devenir del tiempo, no obstante, a cambios que las renuevan. Piénsese, por ejemplo, en el caso de la Revolución Francesa. En fin, creo que todo lo que puede decirse de la atmósfera física puede ser aplicado, mutatis mutandis, a la atmósfera mental, no siendo lo menos relevante su paradójica invisibilidad teniendo en cuenta que nos hayamos inmersos en ella. Es como lo de esos dos jóvenes peces que van nadando tan a gusto en lo profundo de su mar y se cruzan con uno mayor que les saluda así: «buenos días, chicos, ¿qué tal está el agua?». Los dos peces siguen su camino callados un rato hasta que uno de ellos mira al otro y le pregunta: «¿qué demonios es el agua?». Igual pasa con la atmósfera (física), que nosotros no vemos inmersos como estamos en ella, pero que los astronautas declaran contemplar desde el espacio describiéndola como una especie de tul entre gaseoso y líquido que envuelve nuestro planeta. Lo mismo vale para las otras «atmósferas», la mental y, por ende, la moral; sólo pueden ser vistas a condición de contemplarlas desde afuera.

Tengo que confesar que la idea de atmósfera mental no es original mía, sino que la encontré en un artículo de Juan José Millás titulado Destrozos, en el que el singular escritor consigue decir mucho y muy interesante con muy pocas palabras. Su sospecha de que pudiéramos ser presos de una idea –-dice él– «dominante» que no podemos pensar entronca con la teoría de Ortega y Gasset sobre las ideas y las creencias. En ella el filósofo español señala que mientras que una idea puede ser pensada y razonada, una creencia no; porque a ésta no la tenemos nosotros, sino que es ella la que nos tiene. Es el sentido de la expresión «estar en la creencia de algo». Esta tesis tiene para mí un alto grado de verosimilitud a la vista de las experiencias cotidianas y el aval que le otorgan las teorías de la psicología cognitiva entre las que cabe destacar la de la disonancia cognitiva de Leon Festinger.

Es razonable colegir de lo recién expuesto que tiene sentido hablar de atmósfera moral como dimensión integrante de la atmósfera mental, que, por supuesto, estamos en ella –en el sentido orteguiano antes aludido–, respirándola sin ser conscientes porque la damos por natural, tanto como la física. Se puede decir que últimamente nos hemos vuelto muy sensibles respecto del medio ambiente (bueno, unos más que otros, y no siempre esa sensibilidad tiene su correspondiente reflejo en nuestras conductas); sabemos que dependemos de él y que podemos deteriorarlo, perjudicándonos a nosotros mismos consecuentemente y con toda probabilidad arruinando la vida de las futuras generaciones. El filósofo inglés Simon Blackburn duda de que se tenga la misma sensibilidad respecto de lo que él denomina «moral or ethical environment», y que podemos traducir precisamente por «medio ambiente moral o ético». En la introducción de su libro de 2001 titulado Ethics. A very short introduction lo define como lo que (traduzco yo) «determina lo que encontramos aceptable o inaceptable, admirable o despreciable. Determina nuestra percepción de cuándo las cosas van bien o mal. Determina nuestra concepción de lo que nos es debido y lo que a los otros con los que nos relacionamos les debemos. Da forma a nuestras respuestas emocionales, estableciendo lo que es causa de orgullo o vergüenza, de indignación o de gratitud, o qué puede ser perdonado y qué no. Establece nuestros modelos, nuestros modelos de comportamiento».

Qué fácil me resulta aplicar esta feliz definición de Blackburn a la atmósfera moral de nuestro país, y todos los parámetros en aquélla indicados a los sucesos concretos de las últimas semanas, o quizá meses, o quizá años. Porque en un artículo de Emilio Lledó de hace casi nueve años titulado Pandemia y otras plagas, ya nos advertía su autor de lo que llamaba «plagas sociales», que calificaba de crónicas en nuestra sociedad. Denunciaba en ese texto Lledó la inconsciencia que convierte en impotente a los ciudadanos, cuyos cerebros y comportamientos estarían en proceso de deterioro como consecuencia de vivir inmersos en un ambiente moral incompatible con los ideales propios de una sociedad saludable. Señalaba en su artículo –de hace ya casi una década, no lo perdamos de vista– a la corrupción política como la principal pandemia; un gas tóxico en la atmósfera moral de cualquier sociedad con poder para corromper la mente, la conciencia y la sensibilidad de todos aquellos que la respiran. «Eso supone –según el veterano filósofo– no sólo la impunidad de la desvergüenza sino, lo que es más grave, el deterioro y podredumbre del propio cerebro, de la propia personalidad». No es de extrañar, pues, que se haya negado recientemente a recibir la Medalla de Oro de la Comunidad de Madrid tras los recientes y bochornosos acontecimientos; era lo coherente según el δαίμων (daimon) de la virtud socrática, que no del triunfador de nuestros días. Modelo de virtud también admirablemente plasmado en el personaje de Atticus Finch de la película Matar a un ruiseñor –que por sí misma merece un extenso comentario– basada en la novela del mismo título, en la que se muestra con sobrada elocuencia lo que significa ser un héroe en el sentido ético, sin alharaca, manteniéndose íntegro en su vida cotidiana en una sociedad equivocada desde el punto de vista ético.

Como ilustración de ese deterioro y podredumbre de la personalidad por efecto de una atmósfera moral tóxica puede valer un artículo de Rafael Argullol publicado en 2005 bajo el elocuente título de El prestigio de los necios. En él Argullol diseccionaba, a partir del análisis del fenómeno social del abuso escolar, un elemento que a su juicio emponzoñaba el medio ético ya en aquel entonces al considerarse un modelo de comportamiento normal el que representa el necio. La valoración de lo necio como algo mejor que lo noble conlleva a su juicio la extensión de la vulgaridad, la estupidez y la preferencia del gracejo a la inteligencia y de la picardía a la cultura. La verdad se torna irrelevante en una sociedad tal frente a la capacidad de persuasión, y ridiculizar –y humillar– otorga más dividendos que argumentar. El efecto sobre el medio ambiente ético es la merma de competencia moral y la degradación de la autoridad moral, lo que tiene su más conspicua manifestación en el escenario político donde campan a sus anchas la coacción y el servilismo. ¿Es inverosímilmente negativo Argullol en su análisis? Lo que uno oye en las noticias de cada mañana da que pensar, porque son una fuente casi continua de casos que muy bien podrían servir de ejemplos con los que ilustrar sus afirmaciones.

Tengo para mí que el descuido de la atmósfera moral, el comportarse como si no existiese, es consecuencia de la desvinculación de la conducta individual respecto de sus efectos sobre el cuerpo comunal. El individualismo y el colectivismo son dos planteamientos extremos y reduccionistas de la compleja realidad que supone la relación entre el individuo y la sociedad en la que se integra. Uno de los epifenómenos a que da lugar es precisamente esto que estamos llamando atmósfera moral o ambiente ético. Una cultura hiperindividualizada como la que ahora impera en nuestra sociedad, una concepción de las relaciones entre el individuo y la colectividad que reduce a la insignificancia esa dialéctica que los conecta fomenta la creencia en una libertad desvinculada, de gran toxicidad para la atmósfera moral y degradación del medio ambiente ético. Deshecha la conciencia de ese vínculo pasa lo que con el medio natural cuando nos olvidamos de nuestra condición de organismos pertenecientes a la naturaleza: cada cual se sentirá libre para polucionar todo lo que la satisfacción de sus egocéntricas apetencias requiera con el consiguiente efecto pernicioso para la salud de todos los que convivimos en el mismo entorno respirando el mismo aire.

Cae de suyo que convivir en un ambiente ético degradado lleva necesariamente al fracaso de una sociedad; así tiene que ser por el deterioro de los elementos que han sido mencionados más arriba (básicamente de los criterios por los que juzgamos qué es aceptable o inaceptable, admirable o despreciable). ¿Qué es una sociedad fracasada? José Antonio Marina nos lo dice muy clarito en su libro titulado Las culturas fracasadas de 2010: sociedad fracasada es la que «crea más problemas de los que resuelve, destruye capital comunitario y entontece o encanalla a sus ciudadanos»; una sociedad fracasada –-añado yo– equivale a una sociedad desmoralizada. ¿Reconocemos alguna que cumpla con esos tres funestos rasgos? ¿O estamos demasiado inmersos en su atmósfera para percatarnos de ella igual que los peces de nuestro cuento?

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