Si algo empareja a los pueblos latinoamericanos, es un pasado cargado de frustraciones, lucha social, violencia, represión y abuso. También, por supuesto, una enorme dosis de esperanza que surge antes y después de cada relevo en sus gobiernos y de cada estallido social provocado por sus traiciones. El hilo de la historia en todos los países de nuestro continente presenta similares coincidencias, en un ir y venir que les impide avanzar con paso firme hacia el desarrollo. Sin embargo, una y otra vez se impone ese aliento optimista –esa necesidad de resurgir de las cenizas- único consuelo ante la crudeza de una realidad tan inmerecida como deprimente.
La herencia colonial ha marcado de forma indeleble el destino de nuestros pueblos al establecer la división por clases sociales, económicas, étnicas y de género, como una brillante y sórdida estrategia destinada a preservar con mano de hierro los mecanismos de control. De ahí han surgido formas de vida y pensamiento impresos en su cultura como verdades absolutas y, peor aún, como valores dignos de acatarse. Entre esos supuestos valores, muchos de ellos originados desde los púlpitos, están aquellos destinados a subordinar a las mujeres a la autoridad patriarcal; a convencer a los estratos más pobres de la superioridad de los más ricos; a someter a la niñez y a la juventud a la autoridad adulta, sin derecho alguno a asumir sus propias aspiraciones; y, a creer sin dudar de un absurdo derecho humano a destruir la naturaleza en función de la acumulación de riqueza para beneficio de unos pocos.
La democracia depende de la organización ciudadana.
Cuando los pueblos deciden tomar las riendas de su destino y detener los abusos de poder cometidos, sin obstáculo alguno, desde los centros de poder, entonces intervienen otros actores cuya incidencia, desde países poderosos y gigantes mediáticos, transforman el discurso y manipulan los conceptos abriendo el camino para la represión y el miedo. Esta argucia, tantas veces repetida y tantas veces exitosa, apaga la llama de la rebelión y, víctimas más, víctimas menos, arroja al silencio y la resignación a pueblos cada vez más impotentes y empobrecidos. Este escenario recurrente también representa un obstáculo de enorme magnitud para hacer de la ciudadanía una protagonista consciente y comprometida con su futuro.
Hastiada de tanto abuso, carente en su mayoría de elementos de juicio y, en algunos países, de marcos legales para ejercer su derecho a participar libremente en la elección de autoridades éticas y competentes, la ciudadanía se ve enfrentada, una y otra vez, a una maquinaria poderosa manejada desde las sombras por pequeños círculos de poder que le impiden avanzar. De ahí, que solo acude al consuelo de una esquiva esperanza: la esperanza por un futuro mejor; la esperanza por un cambio del cual no se atreve a participar; la esperanza por que suceda algo milagroso y los corruptos paren en prisión; la esperanza porque el cielo se abra y caiga el rayo sobre sus cabezas… esa esperanza.
Pero, como reza el dicho: “Hechos son amores y no buenas razones”, esas esperanzas necesitan acciones y esas acciones, sin la voluntad y la participación popular, jamás se harán realidad. Los pueblos latinoamericanos han perdido mucho espacio debido a su progresivo divorcio con el ejercicio de la política. Decepcionados, una y otra vez, se han alejado de algo tan esencial para la democracia como la organización partidista, único recurso para garantizar su incidencia en las decisiones que les competen. Por eso, precisamente, los grupos de poder las han desestructurado con maña, muy conscientes de que para reinar, es preciso dividir.