La Agenda 2030 se aprobó por unanimidad de los 193 Estados miembros de Naciones Unidas reunidos en la Asamblea General en septiembre de 2015. Este documento estratégico tiene como objetivo identificar, comprender y cuantificar los grandes retos a los que nos enfrentamos como humanidad.
A partir de ello, tanto los actores públicos como privados podemos trazar estrategias para construir un mundo más justo e inclusivo a medio y largo plazo. Al mismo tiempo, debemos ser capaces de llevar a cabo acciones que impacten también a corto plazo y tejan alianzas y sinergias en pro de los ODS.
Desafortunadamente, llegados al ecuador del período que la comunidad internacional consensuó para poner en marcha los objetivos de la Agenda 2030, el mundo vive ahora una confluencia de viejos y nuevos desafíos. Para enfrentarlos, las potencias concentran su política exterior luchando entre sí, mientras las derivadas sociales y medioambientales de los conflictos nos muestran claramente las disfunciones de este modelo de política exterior.
Por ello, hoy más que nunca es preciso abogar por la necesidad de incorporar una nueva clave en las relaciones internacionales. Superando unas relaciones internacionales dominadas por los estados, debemos incorporar inmediata y masivamente a los gobiernos subestatales.
Estos gobiernos son agentes públicos clave para el diseño y ejecución de estrategias y políticas en favor de un nuevo modelo político y económico para un crecimiento global sostenible. Uno de los elementos fundamentales que nos permiten llegar a esta afirmación es el hecho de que desde su aprobación, la Agenda 2030 nos ha brindado un marco que funciona y permite evaluar, medir y reportar bajo unos mismos criterios, con un lenguaje común y desde todos los niveles de la administración pública.
Siete años más tarde, estas mediciones nos muestran una capacidad única de las comunidades políticas locales para transformar la formulación y ejecución de políticas en clave de desarrollo sostenible, en cuestiones tales como la participación ciudadana, la política fiscal, la igualdad, el urbanismo o la gestión integral del medio ambiente.
Este proceso, que se denomina internacionalmente localización, permite alinear los planes y acciones a nivel local con la Agenda 2030. Por otro lado, tiene una enorme capacidad para transformar la visión desde la que cada uno de estos territorios se interpreta a sí mismo como un actor de transformación local y global.
Son varias las razones por las que la localización resulta esencial y supone una gran ventaja competitiva.
En primer lugar, la localización permite incorporar como agentes del desarrollo sostenible a líderes locales que se encuentran cercanos a la ciudadanía. Particularmente fuera de las grandes urbes, hablamos de personas conocidas por la ciudadanía, con referencias personales, familiares y políticas compartidas. Son individuos que conocen y participan de los mismos problemas y desafíos y las respuestas que se dan ante éstos.
En segundo lugar, esta cercanía a la ciudadanía permite impactos rápidos y directos sobre las necesidades concretas. Esto es algo que a menudo los compromisos y acciones a nivel nacional, más estratégicos que tácticos, no pueden conseguir. Estos impactos revierten en una mayor implicación ciudadana con el modelo de desarrollo sostenible, pasando de las palabras a los hechos.
En tercer lugar, la localización permite adaptar un compromiso internacional que identifica objetivos y metas con las necesidades propias y concretas de cada territorio, desescalando un lenguaje universal en una agenda también local, pero compartiendo una misión global coherente con los foros multilaterales.
Las grandes políticas nacionales son como un buque de gran tonelaje capaz de cargar grandes cantidades pero lento para maniobrar cuando es necesario. Sin embargo, la localización se asemeja a un pequeño barco pesquero. Dada su naturaleza concreta y adaptada al territorio, es ágil y con facilidad para corregir su rumbo adaptándose a la realidad de la mar.
En cuarto lugar, la ejecución de los compromisos internacionales en materia de desarrollo sostenible resulta imposible si no se tienen en cuenta los diferentes modelos de gobernanza que existen. Particularmente importante es el hecho de que las competencias son compartidas, e incluso exclusivas, de las entidades locales. Por tanto, la localización es una oportunidad aprovechar las entidades subestatales y fomentar la coherencia y eficacia de la gobernanza multinivel y multiactor.
En quinto lugar se sitúa la capacidad de lo local de incorporar la cuestión del desarrollo sostenible e inclusivo en el debate público. La dificultad del nivel nacional para llegar a la ciudadanía y transmitir a todos los actores sociales, empresariales o políticos la relevancia del desarrollo sostenible es mucho mayor. Así lo demuestra el hecho de que hoy continuamos explicando qué son los ODS o la Agenda 2030, a pesar de tratarse de compromisos adquiridos por nuestros estados hace casi 8 años.
En sexto lugar, y como consecuencia de ese debate público, la localización nos permite medir con mayor concreción los indicadores y trasladarlos a procesos participativos de rendición de cuentas. A mayor cercanía e impacto de las políticas, mayor necesidad de rendir cuentas, pero también mayor identificación, legitimidad y afinidad hacia las mismas.
El estudio de la localización nos permite afirmar que a las mencionadas ventajas de la localización se le suma el valor que tiene al poder internacionalizar modelos de crecimiento sostenible e inclusivo que superen las tensiones geopolíticas actuales.
La cooperación entre territorios a nivel subestatal ya sirve para tejer alianzas entre iguales creando redes que superan las limitaciones propias de las tensiones interestatales o los crecientes populismos excluyentes y nos dan capacidad para alcanzar objetivos comunes y fundamentales.
The Conversation
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