Ástor García. Secretario General del PCTE
Hay voces que exigen una especie de omertà en lo tocante al Gobierno. Una ley del silencio que impuesta para impedir y desprestigiar cualquier crítica a Pedro Sánchez y su equipo “desde la izquierda”. Sobra decir que la omertà sólo se aplica a quienes han estado vinculados a la mafia. Aquellos que jamás hemos renunciado a nuestra independencia política y organizativa, frente al actual Gobierno o frente a cualquier otro, no tenemos ningún compromiso al que hacer honor con nuestro silencio, ni ningún temor por decir las cosas claras.
Se argumenta que criticar al Gobierno es hacer el juego a “la derecha”. Pronto recurrirán a “la pinza”. Todo bastante visto ya, realmente. Pero, mientras se entretienen en sus campaña de comunicación, quizás deberían preocuparse más por lo que les puede pasar -parlamentariamente hablando- si, quienes confiaron ciegamente en sus promesas de una solución parlamentaria y gubernamental a los graves problemas sociales de este país, se ven traicionados por enésima vez. ¿Eso será también responsabilidad de quienes les criticamos?
En todo caso, quienes están haciendo de mamporreros del Gobierno, esos portavoces oficiosos aspirantes a intelectuales orgánicos y a una paga, son los que deberían plantearse cuál es el límite de su dignidad y de sus tragaderas. Sobre todo porque están legitimando, día sí y día también, una política gubernamental dirigida, otra vez más, a cargar sobre las espaldas de la mayoría trabajadora de nuestro país el peso de esta nueva crisis.
Los datos económicos que se van conociendo – no sólo a nivel español – ponen de manifiesto que la crisis sanitaria está actuando como catalizador de una gravísima crisis económica. Quiero que se me entienda bien: no se trata de que la crisis económica sea consecuencia de la crisis sanitaria, sino de que la crisis sanitaria ha acelerado radicalmente el tic-tac del reloj económico que avanzaba ya, antes de conocerse siquiera el primer caso de contagio, con paso firme hacia un nuevo desastre cíclico de la economía capitalista.
Los datos de crecimiento del PIB mundial eran muy pobres a comienzos de año. De hecho, a lo largo de 2019 se fueron modificando periódicamente las previsiones de crecimiento, así como las estimaciones para 2020. Entidades como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, bancos centrales y entidades financieras con potentes equipos de analistas, coincidían en mostrarse sumamente cautelosas: se apuntaban múltiples escenarios y posibilidades, se señalaban factores que podrían acelerar la tendencia en uno u otro sentido… 2019 y 2020 eran años de clara inestabilidad para los popes del capitalismo mundial.
Llegó el Covid-19 y el FMI comenzó a hablar, todavía a mediados de febrero, sobre la posibilidad de un impacto en el PIB mundial de entre el 0,1 y el 0,2%. Hoy febrero queda ya muy lejos. A primeros de marzo, la OCDE apuntaba a una reducción de la estimación de crecimiento mundial en un 0,5% en 2020. A finales de marzo, entidades financieras como JP Morgan o Morgan Stanley hablaban abiertamente de “recesión”. Desde el 28 de marzo cada vez son más las voces que hablan, a todos los niveles, de cómo abordar la crisis económica “que vendrá tras el coronavirus”.
Hay mucho interés, en gobiernos y empresas, por presentar los efectos económicos del Covid-19 como algo pasajero. La famosa crisis en “V”, idea a partir de la cual están tomándose las decisiones en materia económica y social en España. Resumidamente: una rápida caída seguida de una rápida recuperación.
El problema, y creo que lo saben, es que esa caracterización de la crisis no tiene en cuenta que la economía no marcha necesariamente al ritmo del BOE. De ninguna manera los niveles de producción y consumo serán los mismos el día inmediatamente posterior al fin del estado de alarma que los que había el 13 de marzo. Pero, sobre todo, de ninguna manera será igual la situación de millones de trabajadores y trabajadoras que han sido despedidos, que no saben qué van a cobrar en abril o que van a tener que “devolver” horas a la misma patronal que lleva años sobreexplotándoles gracias al impago de millones de horas extraordinarias.
Algunos ya veníamos señalando hace tiempo que estaba por estallar una crisis muy grave. Los niveles de crecimiento del PIB tras la última crisis no estaban, ni de lejos, en los niveles conocidos tras otras graves crisis en las décadas anteriores. El capitalismo mundial estaba creciendo, sí, pero a un rimo lento, sospechosamente lento. Tan lento que, analizando con un poco de cuidado algunos de los factores presentes en el escenario económico mundial, como la caída de la producción industrial o la “cuarta ola” de endeudamiento de los llamados “mercados emergentes y economías en desarrollo”, se vislumbraba ya una nueva crisis. Y aquí está, y está para quedarse.
Plantear que la crisis económica es consecuencia de la crisis sanitaria es lo más sencillo. Y será la apuesta comunicativa del Gobierno. Otros dirán que la culpa es de Sánchez por adoptar medidas tarde y mal. Todos se equivocarán, porque estarán ignorando que la nueva crisis económica comenzó a gestarse sobre los escombros que dejó la crisis anterior. El coronavirus ha acelerado el proceso, ha permitido ver con suma rapidez la putrefacción que se extendía por la base económica del sistema.
Por eso, culpar de la crisis económica a la paralización parcial de la actividad económica derivada de las medidas adoptadas para tratar de minorar la incidencia del Covid-19 es tan bochornoso y falso como decir que la crisis de 2008 fue consecuencia del Plan E. Bochornoso porque demuestra que no se ha aprendido nada de la crisis anterior, y falso porque la dinámica de desarrollo capitalista va mucho más allá de lo que puedan legislar los Estados.
La crisis anterior ofreció muchas enseñanzas prácticas sobre quién paga las copas de la brutal “fiesta” del capitalismo: el trabajador. Y la nueva crisis, a pesar de la grandilocuencia y la calculada ambigüedad utilizadas en las ruedas de prensa por el actual Gobierno, está siendo pagada ya, de forma acelearada, por los trabajadores.
No entraré aquí a elucubrar sobre la intensidad de las discusiones que pueda estar habiendo dentro del Consejo de Ministros. Es un debate estéril que se filtra porque hay quien tiene interés en preparar un “relato” a futuro que, como casi siempre, estará alejado de la realidad material. De lo que hay que hablar es de las medidas aprobadas y de quién se beneficia de ellas.
Las medidas aprobadas tienen una orientación clara, a la que luego se le pueden añadir todos los perifollos que se quiera: el Estado asume el coste la crisis para las grandes empresas, mientras deja en la cuneta a todos los demás. Nada nuevo bajo el sol, ese es el papel reservado al Estado bajo el capitalismo, independientemente de las fantasías redistribuidoras y conciliadoras de algunos.
El Estado no es neutral. Es fruto de unas relaciones de producción determinadas y, mientras esas relaciones de producción no cambien, el Estado existirá para beneficiar a quien tiene la posición de dominio en ellas. Bajo el capitalismo, el Estado existe para beneficiar a los capitalistas. Por eso las medidas adoptadas sólo sorprenden, y no mucho, porque quien las está adoptando lo hace pretendiendo convencer a los perjudicados de que lo hace todo por su bien, para protegerlos. Sí, como ese típico asesino que, mientras te apuñala, llora por ti.
Que varias grandes empresas españolas estén promoviendo campañas destinadas a decir que “de esta crisis saldremos juntos” – mientras tramitan ERTEs – es un magnífico resumen de la situación. Además, expresa muy a las claras esa perniciosa y extendida idea de que los intereses de la mayoría trabajadora están indisolublemente unidos a los intereses de los grandes capitalistas.
Igual que el amo y esclavo comparten el látigo – aunque desde distinta posición -, patronos y trabajadores coinciden en las empresas – pero desde distinta posición – y, por tanto, con intereses contrapuestos. Siguiendo la comparación, este Gobierno está poniéndole púas nuevas al látigo y el amo lo utiliza más rápido y más fuerte que nunca en beneficio “de todos”, quejándose no obstante de que le podían haber puesto unas cuantas púas más.
Es necesario romper con ideas que, por machaconamente repetidas, parecen verdad y no lo son. Tenemos la oportunidad de salir juntos de la crisis, pero juntos como clase, como pueblo, unidos frente a quienes están dispuestos a sacrificarnos en el altar de los dividendos. Tenemos la oportunidad de identificar con absoluta claridad al enemigo, también a ese que nos habla con palabras melifluas, que nos dice que se prohíben los despidos cuando únicamente se encarecen un poquito, que nos habla de escudos sociales que no son más que hojillas de latón frente a los misiles de la patronal.
Me gusta pensar que esta crisis puede ser la última. Lo será si la aprovechamos para forjar unidad, organización y conciencia de clase. Para identificar con claridad a los enemigos y a los falsos amigos. Para colocar los intereses de la mayoría trabajadora por delante de cualesquiera otros. Para tener un país que de verdad sea nuestro.