Redacción | Por Eduardo Montes de Oca
El hecho de que algún que otro defensor a ultranza del statu quo nos tilde de izquierdistas trasnochados no es óbice para que insistamos en una aseveración a nuestro parecer revestida de la fuerza de un axioma: a la postre, “el capitalismo habría muerto de puro éxito”, tal estima entre otros Juan Jiménez Herrera, en la digital Rebelión.
“¡Cómo es eso posible!”, nos interrogaría negando implícitamente alguien que rinde culto a la lógica formal en detrimento de la dialéctica. Y entonces apelaríamos a una cita de Rosa Luxemburgo traída a colación por el articulista mencionado:
“[…] el capital va preparando su bancarrota por dos caminos. De una parte porque al expandirse a costa de todas las formas no capitalistas de producción camina hacia el momento en que toda la humanidad se compondrá exclusivamente de capitalistas y proletarios asalariados, haciéndose imposible, por tanto, toda nueva expansión y como consecuencia de ello toda acumulación. De otra parte, en la medida en que esta tendencia se impone, el capitalismo va agudizando los antagonismos de clase y la anarquía política y económica internacional en tales términos que, mucho antes de que se llegue a las últimas consecuencias del desarrollo económico, es decir, mucho antes de que se imponga en el mundo el régimen absoluto y uniforme de la producción capitalista, sobrevendrá la rebelión del proletariado internacional, que acabará necesariamente con el régimen capitalista”.
A fuer de sinceros, no estamos muy seguros de que al menos en el corto plazo se cumpla la segunda previsión de la revolucionaria polaca; nos parece más cercano en el tiempo –solo que todavía no se vislumbra el instante- el primero de los pronósticos, porque, en criterio de Marx y Engels, la formación de marras ha constituido, constituye, la de mayor impulso a las fuerzas productivas de la historia, a cualquier precio.
No en vano Jiménez apunta que, desde sus orígenes, en vencedora oposición a los modos de producción o a los restos de ellos con que coexiste, “el capitalismo trasciende las fronteras nacionales, en busca del contacto con otras sociedades atrasadas, cuando, o bien ha realizado una expansión más o menos homogénea en todo el territorio nacional, o cuando, no culminada ésta, encuentra en aquellas sociedades un ventaja relativa, es decir, una posibilidad de extracción de plusvalía suplementaria”.
De manera que los líderes por antonomasia (Estados Unidos, Alemania, Francia, Inglaterra, Japón), concluida en lo esencial la tarea de formación del régimen, confluyen a finales del siglo XIX y principios del XX en el imperialismo; o sea, espoleados por la necesidad de encontrar el mercado precapitalista complementario para poder reproducirse, “incorporan a su sistema económico al resto del mundo, pero a condición de, en un proceso contradictorio, mantener a este en el status del subdesarrollo”.
Y he aquí, según nuestro analista, que un escenario de perfecta y absoluta extensión mundial de las relaciones de producción y propiedad capitalistas, aparte de resultar fatal para el propio sistema, “es sólo una posibilidad teórica, pues antes, en el penúltimo estadio, habría entrado en un callejón sin salida, en la imposibilidad fáctica de reproducirse ampliadamente y sucumbido, por tanto, al estancamiento”. Sí, “quizá sea este el momento histórico en el que el capitalismo fenezca de verdad y deje paso a otro sistema social, es decir, sólo cuando haya desplegado, en las coordenadas de espacio y tiempo, todas o el grueso de sus potencialidades”.
Pero no cantemos victoria por anticipado. Preguntémonos con nuestra fuente si la globalización de la economía ha borrado sustancialmente los restos de modos de producción precapitalistas, con lo cual el capitalismo habría eliminado la posibilidad real de realizar la totalidad de su producción social, entrando en una fase de paralización y decadencia generalizadas, de la que la presente crisis de sobreacumulación y depresión no constituiría sino su primera etapa.
Creemos que no. Pues, empíricamente observado, ha mantenido un escenario de desigual desarrollo planetario de las relaciones de producción inherentes, “y con ello una suplementaria posibilidad histórica de reproducción ampliada y, por tanto, una salida a la actual crisis, en cuyo caso, lógicamente, aún estaríamos lejos de aquel penúltimo estadio, umbral de la verdadera globalización (y principio del fin del capitalismo)”.
¿Conveniente, la desigualdad?
Ahora bien, ¿hasta cuándo ese desigual desarrollo le convendría, si tan nerviosos están los pudientes que el mismísimo Fondo Monetario Internacional ha considerado la diferencia en los ingresos y la consiguiente riqueza de unos pocos el mayor riesgo de levantamientos populares que enfrenta el orbe? Cada vez más –y estamos en la cuerda de la agencia IPS- “una pequeña élite absorbe los principales beneficios del crecimiento económico. A pesar del estancamiento económico que sufrió el planeta durante casi una década, el número de milmillonarios aumentó a 2.199, algo sin precedentes. El uno por ciento más rico de la población mundial posee ahora tanta riqueza como el resto de los habitantes. Las ocho personas más ricas del mundo tienen tanta riqueza como la mitad más pobre”.
Comoquiera, sea la desigualdad garante de que se continúe extrayendo plusvalía en una porción del globo o represente el incentivo para el final de las mentadas relaciones socioeconómicas, conforme a Jiménez “una y otra alternativa estarían preñadas de peligros para la humanidad, pues se contextualizarían en períodos históricos en los que se estrechan significativamente los límites de las zonas NO capitalistas susceptibles de anexión o integración, recrudeciéndose las rivalidades interimperialistas y aumentando, en consecuencia, las posibilidades de catástrofes políticas y humanas de alcance colosal…”.
Una duda que se plantea el observador, y que retomamos como nuestra, es si están preparados los más entre los trabajadores del siglo XXI para ahorrar a la especie estos cataclismos. “¿Y su vanguardia? Los precedentes históricos no son nada prometedores. La clase obrera del siglo XX y sus capas dirigentes fueron incapaces de paralizar la guerra. Las socialdemocracias de la II Internacional ampararon a sus respectivas burguesías en la primera contienda; los errores de la III Internacional y la posición decididamente contrarrevolucionaria de la socialdemocracia abonaron el triunfo del fascismo y con ello el estallido de la Segunda Guerra Mundial”.
Empero, como considera el comentador de Rebelión, la vitanda conflagración sólo es factible en un marco de debilidad extrema de las capas populares. Las privaciones y los horrores que supone únicamente pueden imponerse a una sociedad previamente derrotada.
“El actual estado del bienestar imperante en las sociedades capitalistas desarrolladas, aunque lleva consigo la integración de la clase obrera en el sistema capitalista, está lejos de aquella situación de extrema debilidad y derrota de las capas populares; sobre este estado de cosas es imposible que los gobiernos burgueses de turno encuentren en la aventura militar un discurso político realista. El desmantelamiento progresivo del Estado del Bienestar, empresa a la que, en cuerpo y alma, se dedica la derecha y en la que, ¿inconscientemente?, colabora la socialdemocracia en su deserción total hacía el liberalismo, y que tan sólo es posible con la paralela derrota del movimiento obrero, se erige, pues, en la premisa material para que, llegado el momento, las distintas facciones del capital internacional decidan, sin peligro de estallido social interno, poner en marcha su solución final a la crisis: un nuevo equilibrio interimperialista a través de la guerra y la destrucción”.
Es por eso esencial, acota el entendido, que seamos del todo punto intransigentes en lo tocante a las conquistas sociales; que jamás, bajo el pretexto de aunar fuerzas para salir de la crisis, se colabore con políticas que permitan la pauperización de las capas populares (tras esto no se esconde el socialismo, sino el fascismo).
“[…] en este contexto es preciso (y factible), arrancar al liberalismo partes sustanciales, cuantitativa y cualitativamente, de la socialdemocracia (los ejemplos de Oskar Lafontaine en Alemania y Jean-Luc Mélenchon en Francia son paradigmáticos). Aunque resulte paradójico y parezca una variante más del gradualismo reformista, el socialismo se esconde tras el Estado del Bienestar. El mantenimiento de éste a toda costa, privará al capitalismo de su extrema solución y preservará a la humanidad de la barbarie de la guerra. Esta es la razón que explica la profunda aversión del núcleo duro del capitalismo (el neoconservadurismo político) hacia el Estado benefactor; ven en él, con pavor, el espectro del socialismo”.
Lo cual, por supuesto, encarna si acaso uno de los puntos de vista de la izquierda. Esa brega propuesta podría concretarse, verbigracia, en la lucha por la democracia, fenómeno desgastado por el rampante neoliberalismo, como denuncia Emir Sader, en Alainet y Rebelión. “El desprestigio de la política es la consecuencia inmediata del Estado mínimo y de la centralidad del mercado”.
Se trataría, entonces, de “construir formas alternativas de Estado, de sistemas políticos y de representación política de todas las fuerzas sociales”. Paulatinamente, apostillamos, teniendo en cuenta que las batallas diarias, constantes, devienen tan importantes, o más, que el magnífico ejercicio intelectual y progresista de preguntarse cuán lejos está el fin del capitalismo.
Algo que seguiremos intentando, aunque la contestación se nos muestre esquiva y más de uno nos tache de izquierdistas trasnochados.