Carlos Dávila
Coordinador de la Oficina Técnica de SEO/Birdlife en Doñana
A veces uno se pregunta qué cara tendría Doñana. Yo me inclino a imaginarla como una mujer madura de belleza atemporal y sureña, a la que el paso de los años ha dotado de sabiduría, gestos pausados y un rostro iluminado por ojos de un azul intenso, como el agua que le da la vida. Ojos profundamente eternos y devastadoramente tristes.
Es una idealización muy libre y personal de una diosa de la tierra, como otras que son adoradas por culturas diversas a lo largo y ancho de desiertos, selvas y montañas. Me la imagino tremendamente cansada, presa de una infinita melancolía, al sentirse una y otra vez herida por los mismos seres que desde hace milenios la adoran, le rezan, la citan en canciones y versos. Doñana se va a convertir en la enésima derrota en esa batalla perdida por conservar lo que es bonito del mundo. Doñana se está perdiendo para siempre.
Lo poco que queda de las antiguas marismas del Guadalquivir continúa degradándose, porque a pesar de estar protegidas por la legislación autonómica, nacional y europea, existiendo normas administrativas de sobra para mantenerlas en buen estado de conservación, estas no se aplican a tiempo, se aplican mal o simplemente no se aplican.
Gran parte de la responsabilidad de esta situación pesa sobre los hombros de las administraciones con competencias para su conservación, pero todas suelen jugar a las cartas con los intereses económicos, políticos y sociales en una partida de póker donde siempre acaba ganando la banca y perdiendo el medio ambiente. Nuestros representantes están inmersos en el cortoplacismo y son títeres en manos de los distintos lobbies de poder (multinacionales de la energía y la comunicación, agroindustria, promotoras y constructoras, etc.). Los intereses políticos y del capital en una macroeconomía globalizada de especulación y excesos fiscales son un enemigo aparentemente imbatible, y la lucha desigual.
Pero la responsabilidad también recae sobre todos nosotros, al justificar que los tiburones que buscan obtener más y mayores beneficios la despedacen con su avaricia, justificada bajo el paraguas del interés general, los puestos de trabajo y el precio del progreso. Doñana se nos está muriendo porque a gran parte de la sociedad, de nosotros, le resulta indiferente.
Doñana se seca, porque queremos tener más dinero (no más calidad de vida…queremos más dinero) a cualquier precio y proliferan las corrientes político-sociales con sus altavoces en forma de medios de comunicación y tuiteros a sueldo, pidiendo nuevos regadíos sobre un acuífero sobreexplotado, desdoblar carreteras, inyectar gas en sus entrañas o reabrir la mina de Aznacóllar y su veneno. El calentamiento global (y sus terribles efectos en forma de sequías, incendios, erosión, inundación y extinción) no es un fenómeno natural, sino el resultado de este mismo modelo socioeconómico que una gran parte apoya y la mayoría justifica con su silencio.
Si no actuamos y lo hacemos con enorme urgencia, Doñana desaparecerá, al igual que toda la biodiversidad que lleva asociada, asfixiada por la suma de los procesos que la matan entre los que destaca, de largo, nuestra estupidez.
No podemos evitar la extinción final de ninguna especie, del mismo modo que un médico no puede evitar que cualquier persona muera, por la causa que sea, antes o después. La muerte es inevitable y la extinción también los es, pero se calcula que la extinción masiva que en los últimos siglos ha generado nuestra acción sobre el planeta es 100 veces superior a la natural, estableciendo un escenario nuevo y tristemente predecible del que Doñana es sólo un ejemplo doloroso por cercano.
Doñana puede ser un paradigma del éxito o uno de nuestros mayores fracasos. Tal vez todavía estemos a tiempo de ver los ojos azules de Doñana, de cambiar de modelo, de luchar en una única dirección. Sólo tal vez…
Tenemos que hacer todo lo que está en nuestra mano, ¡Doñana no puede morir!