Juan Ignacio Codina
Subdirector y cofundador del Observatorio Justicia y Defensa Animal
Autor de PAN Y TOROS. Breve historia del pensamiento antitaurino español
Si está leyendo esto, sepa que está usted tratando con alguien al que han calificado de zarrapastroso, de muerto de hambre, de perroflauta y de antiespañol. Ahí es nada. Si a pesar de esta advertencia sigue leyendo, que conste que lo hace bajo su propia responsabilidad, luego no me venga a quejarse porque, como el antitaurino Larra, le diré: vuelva usted mañana, o mejor al otro. Pero déjeme que le cuente, porque a mí me han llamado muchas cosas en mi vida —algunas incluso buenas— pero, de un tiempo a esta parte, estos cuatro epítetos se repiten con harta frecuencia. Si he sido merecedor de estos insignes títulos es por defender públicamente a los toros, por clamar desde cualquier tribuna o desde cualquier atril —todavía no me he subido a una caja de fruta en una esquina en la calle, pero todo se andará—, que la tauromaquia es un crimen airoso, como ya escribiera el gran Miguel Hernández en uno de sus magníficos poemas. Así que ya lo sabe. Si defender un mundo más cívico, más justo y más empático me convierte en un zarrapastroso ignorante, en un perroflauta comehierbas o en un antiespañol, pues que así sea.
Pero no, no se deje engañar. De hecho, nada más lejos de la realidad. El buen antitaurino es el mejor español, porque quiere lo mejor para su patria, y por eso combate aquello que la mancha, y la sangre inocente de los pobres toros lleva ensuciando a nuestro país demasiado tiempo. No somos antiespañoles ahora ni lo hemos sido históricamente. Y quien sea antitaurino por ser antiespañol, no sabe de la misa la media. No detesto la cruel tauromaquia porque tenga un odio desmedido e insano hacia todo lo español, como defendía Esperanza Aguirre, una señora que debe saber mucho de matar toros, pero, por lo visto, muy poco de criar ranas. No, señora Aguirre, no lucho por la abolición porque quiera el fin de la patria española, ni mucho menos. Es más bien al revés.
Ser antitaurino es ser un gran patriota, es querer lo mejor para un país, para una sociedad, para un pueblo. Es pretender eliminar una costumbre abominable que no aporta nada a la patria, salvo una imagen de salvajismo primitivo, la normalización de la violencia, y la cosificación de personas —sí, los toreros también son personas— y de animales. Verán, al mismo tiempo que deseo una España líder mundial en Derechos Humanos, que sea ejemplo de sanidad y de educación pública y universal, que se constituya en modelo de país de acogida, que destaque por respetar y cuidar a sus mayores y a los seres más desfavorecidos —entre ellos los animales, que están los últimos de la fila en la lamentable cadena de abusos y explotaciones—, también quiero que mi país acabe con los espectáculos tauromáquicos. Llámenme zarrapastroso y antiespañol, pero eso es lo que propugno. Y cuando se entone un sonoro “que viva España”, que sea esa España la que viva, la de la paz y el progreso, y no la de la muerte, la caspa, la tortura y la sangre por mera diversión. Amar a España es querer acabar con la tauromaquia. Y punto.
Sin embargo los taurinos, que se han adueñado de la bandera y de la patria, y la han impregnado de sangre y de barbarie, son expertos en manipular. No en vano, llevan siglos haciéndolo. Al contrario de lo que nos cuentan, los antiespañoles son ellos. Mucha banderita rojigualda, mucho pasodoble y mucho golpe de pecho y luego, en el fondo, la patria, para ellos, consiste en sacar todo lo que puedan toreando también al pueblo español. Ellos van a lo suyo: el bienestar del pueblo, su educación y sus derechos se las traen al pairo. Esto ya lo denunciaba a comienzos del siglo XX el republicano valenciano Vicente Blasco Ibáñez a quien, como gran patriota que era, le irritaba que, mientras los soldados españoles estaban siendo aniquilados en Cavite, aquí, en España, la gente llenaba las plazas de toros como si nada, tragando vino y zampando morcilla sentados en los tendidos, ajenos a todo, tan ricamente. Eso sí que es patriotismo. Eso sí que es amar a la patria. Además, los taurinos tenían la poca vergüenza de denominar a aquellos espectáculos “corridas patrióticas”. Blasco Ibáñez se subía por las paredes, y no le faltaba razón. Menuda manera de prestar servicio a España, escribía el republicano, deleitándose el pueblo en una tarde de toros mientras los verdaderos héroes, los soldados españoles, quedaban sin «laurel, en el martirio estéril» de Cavite.
Y es que todo vale para defender la “fiesta”. En las cabezas huecas, la sangre y la barbarie encuentran la oquedad perfecta en la que anidar. Y así nos va, como pueblo y como país. Algunos iluminados taurinos van más allá, y se refieren a la tauromaquia como un “misterio sacramental”, como una “eucaristía pagana”, como un “rito insondable”. Paparruchas para mentes vacías. No, señores, la tauromaquia es un espectáculo consistente en pagar dinero por ver al prójimo ponerse en un serio peligro, y para ver morir a un animal sometido a un martirio cobarde. Y todo convertido en una fiesta. No hay más. Pregúntenle sino al intelectual asturiano Ramón Pérez de Ayala, quien era un gran conocedor de la tauromaquia, y hasta un gran aficionado. Pero su afición no le cegaba, no le impedía reconocer los elementos más bárbaros de la tauromaquia, hasta el punto de declarar: «Si yo fuera dictador de España suprimiría de una plumada las corridas de toros. Pero, entretanto que las hay, continúo asistiendo. Las suprimiría porque opino que son, socialmente, un espectáculo nocivo […]». Sí señor, la tauromaquia es nociva, es un veneno que corre por nuestra sangre desde hace ya demasiados siglos, y el único antídoto que existe para aniquilarlo es el progreso, la justicia y la compasión.
Precisamente de compasión nos hablaba Miguel de Unamuno. Lo hacía denunciando el ensañamiento con el toro: «El pobre toro es también una especie de cristo irracional, una víctima propiciatoria […]», decía el genial escritor vasco mostrando humanidad hacia el “pobre toro”. A Unamuno le encantaba contemplar al toro libre y tranquilo paciendo en las dehesas salmantinas. El rector llevaba su cuaderno y dibujaba a estos nobles animales en interminables tardes. No es de extrañar que luego lamentara su muerte por mera diversión. El toro es una víctima, decía Unamuno, sí, una víctima de las zonas más sombrías y oscuras de la condición humana.
En fin, así que ya saben, si no quieren que les llamen zarrapastrosos, ignorantes, antiespañoles o muertos de hambre, no lo duden, acérquense cuanto antes a la plaza de toros que les quede más cerca y pónganse ya en la cola. Si de verdad quieren ayudar a su país, acudan en tropel al coso taurino. Si lo que quieren es darlo todo por la patria, no se preocupen en mejorar como personas, no se instruyan, no lean, no se molesten con esas cosas de la empatía y la compasión, que en el fondo son un incordio que, como defendía el taurino del siglo XVIII Antonio de Capmany, afeminan a los hombres. Sí, amigo Capmany, donde esté la institución tauromáquica, para qué queremos bibliotecas o universidades, cuando lo que este país necesita no son sabios ni investigadores, sino hombres, pero hombres de los de verdad, de los de pelo en pecho, mollera hueca y un corazón tipo pedrusco. Hombres a los que se les pueda manipular más fácilmente, eso sí, siempre en beneficio de la “patria”. Porque, no nos engañemos, contemplando lo que sucede en la sangrienta arena aprendemos todo lo que necesitamos para salir adelante en la vida, ¿verdad que sí Capmany?, aunque por el camino dejemos lo más importante: la humanidad. Pero, claro, donde esté una buena orgía de sangre —como decía Ortega y Gasset refiriéndose a la tauromaquia— no hay humanidad que valga. Y, eso sí, que viva España.