Poco después de que empezara el confinamiento muchas personas pensaron que quienes arriesgan su salud, y algunos más que eso, particularmente las trabajadoras y los trabajadores de la sanidad, merecían un sincero homenaje. Esta manifestación de agradecimiento se ha venido desarrollando de forma diversa, ya fuera con palmas y silbidos enérgicos, con percusión doméstica, y, al menos en mi tierra, Valencia, que somos muy dados a la música, con tabal i dolçaina (tambor y dulzaina) u otros instrumentos de los que configuran las bandas musicales que tanto abundan por aquí. Bien merecido que lo tienen, por supuesto.
Pero al fin y al cabo son profesionales. Son sus conocimientos, que tanto les costó adquirir; es su vocación y es su trabajo, que hacen a diario tan bien, y su compromiso ético, deontológico, lo que les hace continuar. Sin que todo ello quite la heroicidad que supone seguir adelante en condiciones tan adversas como las que estos días les han tocado vivir. Seguramente nadie habrá pensado en la huida como posibilidad para evitar poner en riesgo su vida.
Cuando estudio la actitud de los practicantes de la medicina durante las epidemias que se sucedieron en mi querida Edad Media, las cosas cambian bastante. Y no es que aquellos médicos no tuvieran una preocupación profunda por la etiqueta médica, por cómo debían comportarse con sus pacientes y familiares y amigos para llevar adelante con éxito su actividad clínica. El médico era, al fin y al cabo, un imitador de Jesucristo, el más grande de los sanadores y el modelo a seguir –continuando una larga tradición con sustento bíblico–, pero que en un mundo mercantilizado extraordinariamente había encontrado un lugar para una remuneración salarial.
El reconocimiento social convirtió a no pocos de estos médicos en individuos con gran prestigio, adinerados, algunos con señorío propio y vasallos. Se alimentaron con carnes suculentas y todo tipo de placeres del paladar, como cualquier otro miembro de la élite, y se vieron consumidos por la gota en su vejez (ya se sabe que una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace). Estos médicos, que vestían con seda y tafetán para remarcar su prestancia, ¿cómo afrontaron los envites epidémicos?
A muchos le vendrá a la cabeza el Decameron de Boccaccio, una obra escrita en tiempos de epidemia, en un retiro campestre de familiares y amigos que así se lo podían permitir. En Valencia, el famoso Jaume Roig, médico al servicio del municipio, de conventos, hospitales y servidor de la reina María, esposa de Alfonso el Magnánimo (inagotable la literatura sobre este galeno, con un libro publicado en 2019 y una tesis doctoral recientemente defendida), escribió, entre 1459-1460, una de las obras más importantes de la literatura catalana medieval: el Espill. Lo hizo mientras se encontraba huyendo de la peste en Callosa d’en Sarrià, señorío perteneciente a su amigo Guerau Bou.
Hay que decir, en honor a la verdad, que hubo una circunstancia que explica, en cierta medida, su retiro: la muerte de su esposa Isabel Pellisser en julio de 1459, quién sabe si debido a la misma peste. Cuántas responsabilidades abandonadas, forzadas por distintos motivos, y conflictos propiciados por la huida de estos médicos…
En 1431, un pleito ante la corte del gobernador del Reino de Valencia enfrentó al médico Joan Vallseguer, uno de los más importantes de la ciudad, a Anglesa, la prioresa del convento de Santa María Magdalena. El motivo era la negativa a pagarle el salario que reclamaba, pues no tenían contrato firmado con él. Las monjas interrogadas afirmaron que Vallseguer las visitaba, pero porque él así lo quería. En realidad, el médico pensionado por el convento era Bernat Oliver, huido a Morella durante la anterior epidemia.
Como se ve, había pocos escrúpulos a la hora de abandonar una responsabilidad médica ante la acuciante necesidad de salvar la vida. De hecho, si bien en los contratos se establecía la obligatoriedad de permanecer en la villa o ciudad donde el médico estaba contratado, no había ninguna cláusula, o yo nunca la he encontrado, que hiciera alusión a qué responsabilidades tendría el sanador ante una situación epidémica; ni para municipios, ni para hospitales, ni para cualquier otra institución.
En el reino de Mallorca fue un esclavo llamado Nadal el que arriesgó su vida en un hospital de Ciutadella curando enfermos –hasta 80 según consta en el documento– durante la peste de 1348; sobrevivió y el monarca Pedro el Ceremonioso, a petición de las autoridades municipales, le premió permitiéndole ejercer la medicina sin licencia.
Seguramente debieron existir muchos pequeños decamerones, anónimos, que no han trascendido, y en ellos se vieron envueltos los médicos. Aquellos que pudieron huyeron al aislamiento de la montaña o del campo. Hace tiempo tropecé con un documento en el que un habitante de la ciudad había alquilado una alquería en la huerta de Valencia mientras durara la peste.
Eran tiempos de confusión y desorden. Las autoridades, formadas por patricios acaudalados y nobles, abandonaban su responsabilidad en la dirección de la res publica. La revuelta de las Germanías en Valencia (1520-1521) tuvo entre sus causas la huida del gobierno municipal como consecuencia de una de las visitas de la peste.
Pero dentro de este caos y miedo hubo un grupo de médicos que resistieron y dieron sus vidas convencidos de que podían ayudar a sus pacientes buscando las causas y remedios de la enfermedad. Las pruebas las hay por toda Europa, y muy en concreto en Italia y en los reinos hispánicos.
Un ejemplo de ello fueron la gran cantidad de tratados que se escribieron a raíz de la primera gran epidemia de 1348. El leridano Jaume d’Agramunt escribió su Regiment de preservació de la pestilència, no en la lengua de la ciencia y la medicina académicas, el latín, sino en catalán, para que su comprensión y uso fueran posibles, más allá del círculo de sus colegas universitarios. Además iba dedicado a las autoridades de su ciudad, que debían velar por utilizar los mecanismos para prevenir el contagio y actuar ante su llegada. Agramunt murió durante aquella terrible epidemia. También, en la villa de Morella se recogen datos de testamentos de 1348 donde algunos practicantes de la medicina están presentes al pie de últimas voluntades.
Desbordados por la situación de la Covid-19, no pocas personas que sufrían otras enfermedades antes del inicio de la pandemia y el confinamiento han visto suspendidas sus visitas médicas, las pruebas diagnósticas a las que debían haberse sometido e incluso alguna operación quirúrgica. Para ellos y ellas, las incertidumbres son dobles; al miedo a su enfermedad se suma ahora el de un posible contagio vírico.
Un amigo que está sufriendo esta situación me decía que se sentía como si hubiéramos retrocedido siglos en el tiempo. Parece como si uno tuviera que conformarse con los remedios caseros que tiene más a mano, y esperar, como pueda, que el tiempo de la pandemia pase lo más rápido posible.
Es cierto que todas las sociedades han contado con múltiples recursos para hacer frente a la enfermedad, más allá de la medicina oficial. Uno de los grandes remedios contra las epidemias, muy usado en la Edad Media, era la oración. En aquellos tiempos, los remedios del cuerpo y del alma eran inseparables.
Pero también es cierto que a pesar de las críticas, de antes y de ahora, tanto la sociedad medieval como la nuestra vieron en la medicina académica, en sus conocimientos y recursos, y en sus practicantes, la garantía de que su salud, el bien más preciado, estaba en las mejores manos.
Este artículo se publicó originalmente en el libro Cuarenta historias para una cuarentena: reflexiones históricas sobre epidemias y salud global de la Sociedad Española de Historia de la Medicina – SEHM.
Carmel Ferragud Domingo recibe fondos de Proyecto de Investigación financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades. Carmel Ferragud Domingo es miembro de la ONG Algemesí Solidari.
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