Elena Solis
Miembro de Ecologistas en Acción. Licenciada en derecho y Máster en Ecología Forense
El adjetivo “radical” es problemático en la medida en que se asocia a gente que esta a ambos extremos del espectro político. Sin embargo, la radicalidad , bien entendida, poco tiene que ver con el extremismo y la intransigencia. “Radical”, que viene del latín radix, significa el que llega a la raíz de las cosas.
Como movimiento humanístico y filosófico, el pensamiento radical mira en profundidad, cuestionando la validez de ciertas suposiciones que han sido naturalizadas por los que ostentan el poder en un momento dado y no por su valor intrínseco. Pensar radicalmente nos lleva a proponer ideas nuevas y buscar soluciones que la mayoría piensan imposibles de realizar. El ecologismo radical es parte de esta corriente de pensamiento crítico.
Partiendo de la afirmación del filósofo francés Felix Guattari[1] de que ninguna intervención ecológica puede lograr mucho si no tiene en cuenta las complejidades del mundo político y social humano, este propone tres registros o ecologías: el medio ambiente (o la naturaleza), las relaciones sociales y la subjetividad humana, o en otras palabras, la ecología medioambiental, la ecología social, la ecología mental.
Es así como los movimientos ecologistas contemporáneos entienden la compleja realidad que les rodea y actúan en consecuencia. La visión principal del ecologismo radical, del que forman parte el ecofeminismo, el ecosocialismo y el ecologismo profundo, es que no puede haber justicia ambiental si las relaciones políticas, económicas, de genero o entre especies (humanas y no humanas) no son equitativas.
Pero esta transgresión de que a los “ecologistas” no solo se preocupen de los pajaritos y los bichitos, sino que se entrometan en las complejidades del orden político, económico y social establecido, no se les perdona.
Es en este punto donde cobra especial relieve la teoría del “imperativo de moderación” de Asier Arias[2], un fenómeno por el cual los medios de comunicación, la academia y otras estructuras de poder de nuestro país llaman a la moderación a los “radicales”, entendidos como una amalgama indiscriminada de grupos de extrema derecha y movimientos sociales de base, donde se incluye los radicales verdes, cuando lo único que hay en común entre todos ellos es estar en desacuerdo con la ortodoxia económico-política establecida.

En el ámbito de la mayor aceptación social de políticas verdes, la consecuencia última de este perverso intento de meter en ese mismo saco de radicalismos a los ecologistas es querernos hacernos creer, nos dice Arias, que el “ecologismo ha muerto” y que por lo tanto aceptemos que la única forma sensata de llevar a cabo políticas verdes es dentro del marco de las estructuras económicas y políticas existentes. Esto, por supuesto, conllevaría el efecto deseado de la total fagocitación de los objetivos de la lucha ecologista, como ya se observa en el caso de las medidas cosméticas contra la crisis climática o la transición energética a las renovables.
Pero además, puede que, en este intento de querer enterrar vivo al movimiento ecologista haya otra razón de fondo y esta es que hay una serie de imperativos necesarios para nuestra supervivencia en el planeta que los ecologistas radicales predicamos y que no son fácilmente fagotizables por las estructuras de poder, como es la necesidad de decrecer, la autogestión de la energía, el agua y la tierra y el apoyo mutuo.
¿Y qué podemos hacer los ecologistas radicales ante esta tentativa de invalidar los principios irreductibles en los que creemos? Pues seguir con lo que siempre hemos hecho: defender el territorio y su gente, y seguir tejiendo espacios comunitarios.