Las vidas de bebés neonatos han sido el precio que algunos hospitales privados en Estambul estaban dispuestos a pagar por maximizar beneficios.

La reciente noticia sobre el cierre de nueve hospitales privados en Estambul por su implicación en la muerte deliberada de bebés neonatos es una de las historias más desgarradoras del año. Según las autoridades turcas, una red criminal compuesta por médicos, enfermeras y responsables administrativos orquestó un esquema para beneficiarse del sistema de salud pública a costa de las vidas más vulnerables. El panorama que se dibuja es sombrío, no solo por los actos en sí, sino por lo que revela sobre el estado de la sanidad privada en Turquía.

El sistema de salud turco está enfermo, pero no por falta de recursos, sino por exceso de codicia. El modelo de colaboración entre lo público y lo privado ha permitido que hospitales privados concertados con la seguridad social turca exploten los recursos públicos sin ninguna supervisión real. En este caso, al menos 10 bebés han muerto porque sus vidas eran vistas como simples cifras en un balance económico. Fueron mantenidos deliberadamente en unidades de cuidados intensivos más tiempo del necesario o se les negó la medicación adecuada, todo para inflar las facturas que estos hospitales presentaban a la seguridad social.

Lo más inquietante de esta situación no es solo la existencia de una red criminal dentro de hospitales, sino la facilidad con la que pudieron operar. La falta de vigilancia y la complicidad de algunos empleados públicos han permitido que estas muertes se produjeran en silencio, como si la vida de los bebés no tuviera valor frente a los márgenes de beneficio. Cuando el capital controla la sanidad, el ser humano deja de ser un paciente y se convierte en un producto. Esta realidad, tan clara en el caso de Turquía, es un reflejo de lo que ocurre en sistemas sanitarios privatizados en todo el mundo.

EL FALLO SISTÉMICO: EL PELIGRO DE COMERCIALIZAR LA SALUD

El capitalismo sanitario no solo es inmoral, es un peligro directo para la vida de las personas. Turquía, con un sistema de salud parcialmente privatizado, no es el único país donde la vida y la muerte de los pacientes dependen de balances financieros. En muchos países, los hospitales privados actúan como corporaciones cuya prioridad es maximizar beneficios, aunque esto signifique dejar morir a quienes no pueden generar ganancias. La salud no debería ser un negocio, pero en demasiados lugares del mundo lo es.

La tragedia de los bebés en Estambul es solo un ejemplo extremo de lo que ocurre cuando se permite que las clínicas privadas operen sin la debida supervisión. El resultado final es siempre el mismo: la calidad de la atención se reduce, el coste para los pacientes y el sistema público aumenta, y las personas más vulnerables son las que pagan el precio más alto. En este caso, las víctimas no solo fueron los bebés que murieron, sino también sus familias, el sistema de salud pública y, en última instancia, la sociedad en su conjunto.

La comercialización de la sanidad crea incentivos perversos que, como hemos visto en este caso, pueden llevar a situaciones de extrema gravedad. Cuando el objetivo de una clínica es obtener beneficios, la ética médica se diluye. El juramento hipocrático queda arrinconado cuando las cuentas de resultados dictan las decisiones clínicas. Lo que ha ocurrido en Estambul debería ser un grito de advertencia global: la privatización de la sanidad es un riesgo que no podemos permitirnos.

Los estudios demuestran que los sistemas de salud basados en modelos públicos o de acceso universal tienden a ser más eficientes, menos costosos y, sobre todo, más justos. Según un informe de la Organización Mundial de la Salud, los países con sistemas públicos y regulados no solo logran mejores resultados en salud, sino que reducen las desigualdades. En cambio, los sistemas privados y desregulados conducen a situaciones como la que hemos visto en Turquía, donde las vidas humanas son sacrificadas en nombre del beneficio.

Lo más doloroso de esta situación es que las muertes de estos bebés eran completamente evitables. No murieron por complicaciones médicas inevitables ni por falta de recursos; murieron porque el sistema permitía que la codicia se antepusiera a su bienestar. Este caso debe obligar a una profunda reflexión sobre el papel de los hospitales privados en los sistemas de salud pública. No es suficiente con cerrar hospitales o detener a los responsables directos; el verdadero problema es estructural. Mientras el beneficio económico sea el principal motor de la sanidad privada, continuaremos viendo tragedias como esta, en Turquía y en otros lugares.

¿Cuántas más vidas deben perderse antes de que reconozcamos que la salud no es un lujo, sino un derecho?

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