Juan Ignacio Codina
Subdirector y cofundador del Observatorio Justicia y Defensa Animal
Autor de PAN Y TOROS. Breve historia del pensamiento antitaurino español
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Hace unas semanas escribí una carta abierta al Rey de España de la que algunos medios de comunicación se hicieron eco. ¿Fue el acto de un necio?, ¿de un loco?, ¿de un ignorante? ¿O tal vez de los tres a la vez? Empezaré confesando que dirigir una carta al Rey de España es muy parecido a escribir una carta a los Reyes Magos. Uno pide y se pone a esperar. Hay diferencias, claro, porque, al fin y al cabo, los Reyes Magos siempre te dejaban algo, y además, que se sepa, nunca fueron vistos en el palco de Las Ventas, mientras que los reyes actuales son asiduos y, más que dejar, parece que se lo llevan todo. El caso es que por pedir que no sea. Total, a mí los monarcas de Oriente tampoco me hicieron mucho caso, conque mi fe en las majestades en general es muy limitada, majestuosamente limitada, y a mucha honra. Pero aun así redacté la carta, tratando al Rey de tú, puesto que, siendo hijo de un campechano, creí que sería lo más aconsejable. Y en ella, en la misiva, proponía al monarca que, ya que es el rey de todos los españoles, debía hacer gala de su imparcialidad institucional y acudir a una manifestación antitaurina. ¿Ven a lo que me refiero? Tal vez debí haber mandado la carta directamente a los Reyes Magos, para el caso hubiera sido lo mismo.
Pero, antes de juzgarme, dejen que me explique. Por todos es sabido que la Corona española, antes con el emérito y ahora con su hijo, está apoyando la barbarie taurina de tarde en tarde, de palco en palco, de muerte en muerte, y ya está bien hombre. Ya está bien, porque, como aquellos que me leen o que me siguen estarán cansados de oírme (no les queda nada a los pobres), el antitaurinismo forma parte de nuestra cultura, de nuestro ADN de españolidad, de nuestra patria, de nuestra identidad. Y consideré que eso debía saberlo el primero de los españoles, el Rey de España. Que nadie me malinterprete. Mi gesto estaba planteado desde el respeto institucional, desde el conocimiento y desde el rigor. Por eso, a Felipe VI le recordaba que, antepasados suyos como Carlos III y Carlos IV (ambos Borbones), habían prohibido la tauromaquia. Asimismo, le señalaba que el artífice de la Restauración borbónica, el insigne general Arsenio Martínez Campos, también había sido un gran antitaurino. Este gran patriota, que entre otros puestos de renombre fue Capitán General de Cuba, presidente del Consejo de Ministros de España y ministro de Guerra, y que protagonizó el pronunciamiento militar que acabó con la I República española y que supuso el regreso al trono español a la Casa de Borbón, aseguró en 1882 en el Senado ser completamente opuesto a las corridas de toros.
Reconozco sentir cierto gozo cada vez que cito a Martínez Campos como antitaurino. Va especialmente dirigido a esos politicuchos que recuerdan a personajes como el almirante Blas de Lezo y que, sobre su memoria, articulan artificialmente una idea de la españolidad que se fundamenta en un supuestamente esplendoroso pasado que, en realidad, estuvo lleno de barbarie, de fanatismo, de suciedad, miseria e ignorancia. Puestos a recordar, y ya que estamos sacando del baúl a grandes patriotas españoles como Lezo, recordemos mejor a Martínez Campos. Y digamos que fue un gran antitaurino. Y digamos, asimismo, que él no fue el único patriota, monárquico, conservador y católico que era contrario a la barbarie tauromáquica. Así de golpe se me vienen a la cabeza nombres como los de Fernán Caballero, Juan Bautista de Arriaza, Emilia Pardo Bazán, el marqués de San Carlos o el conde de Aranda, entre muchos otros.
Pues eso, desde el mayor de los respetos, es lo que le transmitía a su majestad. También le decía que hubo santos que fueron antitaurinos, así como religiosos de todas las congregaciones, y hasta un Papa que fue contrario a la tauromaquia. Por no hablar de renombrados políticos, periodistas, escritores, filósofos, historiadores o destacados artistas, muchos de ellos grandes referentes de la españolidad que, a lo largo de la historia, también fueron antitaurinos. Así pues, y esto vale tanto para reyes como para vasallos, es legítimo, y hasta obligado, hablar de la existencia de una cultura del antitaurinismo español, una cultura sólida y arraigada en lo más profundo de nuestra españolidad. Esto es lo que defiendo desde el rigor y la ciencia histórica. Por eso el Rey, que tanto se las da de defender lo español, debería haber ido a esa manifestación antitaurina. Pero no lo hizo, dejando de lado a una parte importante de sus compatriotas, de ahora y del pasado.
Cuando la noticia de mi invitación pública al Rey salió a la luz recibí todo tipo de críticas. No se crean que me estoy quejando: me encanta recibir críticas, aunque sean buenas. El caso es que la mayoría abundaban en la idea de que yo era un ingenuo, un personaje simple y, en último extremo, un inocentón. Pero, ¿a quién se le ocurre semejante memez? ¿Invitar al Rey a una manifestación antitaurina?, eso sería como que Ciudadanos pretendiera ir a la manifestación del Orgullo Gay y su presencia pasara desapercibida. Visto así, desde luego que hay que ser muy inocente, la verdad. Pero no, no tiene nada que ver, y entenderán enseguida por qué lo digo. Lo primero es que jamás pensé que el Rey fuera a acudir. De hecho, estaba seguro de que ni se iba a enterar de la carta abierta ni de nada. Es lo que tiene vivir en un palacio, que no se entera uno de lo que pasa en su reino, y hace bien, porque es mejor no enterarse de lo que sucede en este patio de Monipodio en el que se ha convertido últimamente España. No, he de reconocerlo, en general soy muy ingenuo pero, en este caso, no esperaba nada. Lo único que pretendía era poner sobre la mesa una verdad histórica e incontestable con la idea de que, poco a poco, se vaya fijando en las mentes de los españoles lo siguiente: el antitaurinismo y la consideración ética hacia los animales forma parte de nuestra cultura, es un patrimonio histórico y nacional que nos honra y que debemos recuperar y defender. Y esto es algo que pienso estar repitiendo, a reyes y a siervos, cada vez que tenga ocasión.
Pero, volviendo a la carta —atención, aquí voy a destripar el final de la trama—, el rey hizo caso omiso y, como nadie podía presagiar, ni contestó ni apareció. Y es raro que no lo hiciera, dado su talante fresco, renovador y su decidida apuesta por la modernización de España (guiño, guiño, sonrisa). Por su parte, y con muy honrosas excepciones, la mayor parte de la prensa tampoco dio señales de vida. Y esto sí que no era en absoluto esperable, dado la prensa decimonónica, casposa y rancia que cada día, en papel, llega a los quioscos.
En fin, otra puntualización para ir ya terminando. Esto no tiene que ver con el debate República-Monarquía. De hecho, va mucho más allá. Esto, más bien, va de unos seres vivos que son miserablemente torturados y maltratados por mera diversión, y no me refiero a los súbditos del reino, que podría ser, sino a los toros. Es decir, esto va de civilización, de humanidad, de compasión. Esto va de progreso, de civismo, de justicia y de paz.
Es una indecencia que en España siga habiendo diversiones que consistan en deleitarse ante el sufrimiento de un ser vivo. Es una obscenidad que esos espectáculos sean mantenidos y fomentados desde las instituciones públicas. Y, en fin, es una miseria que la Corona, que es de todos y todas las españolas, se corone de sangre y de barbarie, y asista a los palcos sucios y putrefactos de las plazas de toros, blanqueando la brutalidad, cohonestando la crueldad. Es una vergüenza que el Jefe del Estado español se rodee de toreros, de personajes de tasca que, como dijo el jurista y periodista mallorquín Miquel dels Sants Oliver —quien llegó a dirigir La Vanguardia a comienzos del pasado siglo—, son sacados de entre la hez de la población. Mis consejeros legales me han recomendado que no recuerde ahora el dicho español aquel de dime con quién andas…, así que yo, que soy muy respetuoso con la ley y con las instituciones, no lo voy a recordar, no vaya a ser el demonio, o la legislación vigente. Pero sí, don Felipe, con todos los respetos te lo digo: la tauromaquia apesta a sangre, dolor y barbarie. No la apoyes. Ya que eres rey, debes ser un rey del siglo XXI. No traiciones la brillante historia antitaurina de nuestra nación. Pon distancia frente a la crueldad. Reflexiona, no vaya a ser que tengas que hacer tuyas aquellas palabras de “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Avancemos, hagamos que no vuelva a ocurrir. No permitamos que siempre sea lo mismo: sota, caballo y rey, o, en este caso, sangre, barbarie y rey.