No hace falta vivir en el campo para entender que España está seca. Los embalses vacíos, las restricciones de agua y los precios en los mercados son solo síntomas visibles de una enfermedad estructural que, lejos de mejorar, parece cronificarse. Entre 2022 y 2023, los rendimientos del trigo y la cebada en España se redujeron entre un 20% y un 30% debido a la sequía, según datos del Ministerio de Agricultura.. Y esta no es una cifra anecdótica: es una radiografía del presente y, si no se revierte el rumbo, también del futuro.
España sufre una desertificación progresiva que ya afecta al 75% de su territorio, con el 20% en riesgo alto o muy alto, según el Ministerio para la Transición Ecológica. Pero lo alarmante no es solo el dato, sino la gestión fragmentada, la falta de visión a largo plazo y las contradicciones del propio sistema político y económico. En lugar de priorizar una transformación agroalimentaria coherente con los límites climáticos, seguimos atrapados en debates estériles y decisiones que se contradicen entre sí.
Uno de los sectores más golpeados por la falta de agua es el cerealista. Menos trigo y menos cebada implican menor capacidad de producción nacional y una mayor dependencia de importaciones. Esto repercute directamente en los precios de productos básicos. También tensiona aún más un ecosistema agroindustrial que ya estaba debilitado por la inflación, el encarecimiento de insumos y una política agrícola común (PAC) que no termina de ser redistributiva ni resiliente.
Es en este contexto que deberíamos revisar no solo qué producimos, sino para qué y para quién. Porque mientras el campo agoniza, buena parte de los esfuerzos institucionales se concentran en medidas que rozan lo cosmético o directamente lo contraproducente. Un ejemplo de ello es la promoción del sistema Nutri-Score, promovido en su día como herramienta para orientar al consumidor hacia elecciones más saludables. Sin embargo, en la práctica, este sistema ha generado una falsa sensación de claridad y ha desincentivado precisamente a aquellos productores que apuestan por una transformación real de la matriz alimentaria.
¿Cómo puede ser que un aceite de oliva virgen extra —estrella de nuestra dieta mediterránea y producto sensible a los efectos de la sequía— reciba una nota baja en Nutri-Score, mientras que otros alimentos reformulados para cumplir con ciertos indicadores nutricionales, salgan beneficiados? ¿Qué sentido tiene penalizar un producto agrícola nacional, con trazabilidad clara y altos estándares de calidad, en un momento en el que su cultivo es precisamente uno de los más amenazados por la falta de agua?
La respuesta está en una lógica de clasificación que prioriza nutrientes aislados (grasas, sal, azúcar) sin tener en cuenta ni el nivel de procesamiento del alimento ni su impacto ambiental o social. Como denuncian diversas asociaciones de consumidores y expertos en salud pública, el Nutri-Score, tal como está diseñado, no contempla el conjunto del sistema alimentario ni incentiva hábitos sostenibles. No se trata solo de comer mejor, sino de producir mejor, con menos impacto y más sentido común.
En tiempos de emergencia hídrica, el sentido común también debería guiar las políticas de riego. El actual modelo hídrico español prioriza en muchos casos los intereses de cultivos de alto consumo —como el aguacate o ciertas producciones intensivas— frente a otros más adaptados al clima mediterráneo. De hecho, mientras el cerealista tradicional reduce su rendimiento en un 30%, otras zonas del país siguen autorizando ampliaciones de regadío o soportando prácticas ilegales de extracción, como ocurrió en el entorno de Doñana. Y todo esto, claro, en nombre del crecimiento económico.
Pero lo más escandaloso es que, tal como se indica en el informe de Eurostat España solo aprovecha el 8,8% de sus recursos hídricos disponibles, una cifra bajísima en comparación con otros países del entorno europeo. Es decir, mientras las cosechas se pierden y se habla de emergencia climática, tenemos recursos sin usar por falta de inversión, coordinación o voluntad política. El problema, entonces, no es solo climático: es estructural.
No solo hablamos del costo ambiental, que ya es enorme. También del costo social, porque quienes más sufren esta sequía no son las grandes empresas que pueden permitirse importar o reformular su modelo, sino los pequeños y medianos agricultores, las familias rurales, las comarcas que ven cómo sus pueblos pierden no solo agua, sino habitantes y sentido de pertenencia.
La sequía, entonces, no es solo un problema meteorológico. Es un síntoma de una descoordinación estructural entre políticas agrarias, alimentarias y ambientales. Un fallo de sistema. Un problema de prioridades. Porque mientras los campos se agrietan, se aprueban normativas que favorecen la rentabilidad a corto plazo de algunos grupos económicos, aunque ello suponga penalizar lo local, lo sostenible y lo verdaderamente nutritivo.
Hace falta valentía política para replantear el modelo productivo y de consumo. No basta con campañas de concienciación ni con parches legislativos. Necesitamos un pacto hídrico y alimentario que incorpore a todas las partes: científicos, agricultores, consumidores, instituciones. Y ese pacto debe partir del reconocimiento de que sin agua no hay futuro, y sin coherencia tampoco.
El reto de España no es solo cómo sobrevivir a la sequía, sino cómo transformar esta crisis en una oportunidad para redefinir su sistema alimentario. Esto implica revisar desde la política de riego hasta los sistemas de etiquetado, pasando por los modelos de consumo urbano. Porque si seguimos priorizando etiquetas verdes sobre prácticas verdes, acabaremos con campos vacíos y supermercados llenos de alimentos que ni nos nutren ni nos representan.