Rafah no ha sido bombardeada. Ha sido exterminada. Desde el 18 de marzo de 2025, tras romper el alto el fuego, las fuerzas israelíes lanzaron una nueva ofensiva que ha arrasado este municipio de apenas 60 kilómetros cuadrados, donde sobrevivían cerca de 300.000 personas. Hoy, el 90 % de sus viviendas están reducidas a escombros, según denunció la Gobernación de Rafah en un comunicado recogido por EFE.
No quedan hospitales operativos, ni agua potable, ni carreteras, ni escuelas. Las tropas israelíes han destruido con explosivos el Hospital Mártir Abu Yousef Al Najjar, el principal centro médico de la ciudad. También han volado el hospital de maternidad y el hospital indonesio, sumando doce centros médicos completamente inutilizados.
Los ataques no se limitan a objetivos militares, sino que se han centrado en infraestructuras esenciales: 22 de los 24 pozos de agua han sido bombardeados, dejando sin suministro a decenas de miles de familias. El 85 % del sistema de alcantarillado ha sido destruido, aumentando el riesgo de epidemias y enfermedades. 320 kilómetros de carreteras también han sido arrasados, aislando aún más a una población cercada, hambrienta y sin posibilidad de huida.
Israel ha tomado el control de una franja estratégica de este a oeste por encima de Rafah, cortando su conexión con el resto de la Franja de Gaza y destruyendo, además, una franja de 12 kilómetros de largo y entre 500 y 900 metros de ancho en la frontera con Egipto. Allí, los barrios de Al Salam, Al Brazil, Al Junaina y el campo de refugiados de Rafah han sido borrados del mapa.
En solo veinte días, 1.300 personas han muerto en Gaza, según el Ministerio de Sanidad palestino. La mayoría en Rafah, civiles que intentaban inspeccionar las ruinas de lo que fue su hogar. La violencia se ha dirigido también contra lugares de culto y cultura: más de cien mezquitas han sido destruidas total o parcialmente, junto con ocho escuelas y diversas instituciones educativas.
No hay agricultura, no hay alimentos, no hay futuro. Miles de hectáreas de cultivo, árboles frutales e invernaderos han sido arrasados por la maquinaria de guerra israelí. El objetivo parece claro: hacer inhabitable Gaza por completo, aplicar un castigo colectivo sin precedentes bajo la excusa de una supuesta “autodefensa”.
Pero esto no es autodefensa. Esto es un asedio planificado que busca la eliminación sistemática de una población civil entera. Rafah era el último refugio para miles de familias desplazadas por los bombardeos del norte. Ahora es un cráter.
El bloqueo de ayuda humanitaria —que ya lleva más de un mes— ha profundizado aún más el colapso: sin comida, sin medicinas, sin combustible, sin esperanza. La comunidad internacional, cómplice por omisión o por acción, calla o justifica. La ONU advierte, las ONG claman, pero los gobiernos de Europa y Estados Unidos siguen enviando armas y firmando contratos.
Israel ha convertido el extremo sur de Gaza en un laboratorio de castigo masivo, y lo hace ante los ojos del mundo, con drones, robots explosivos y tecnología de última generación puesta al servicio de la muerte.
Frente al silencio institucional, organizaciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional han documentado reiteradamente que los ataques israelíes vulneran el derecho internacional. Pero sus informes no detienen las bombas.
Esto no es una guerra. Es una demolición planificada de la vida. Cada hogar, cada árbol, cada calle que desaparece es un mensaje brutal: nadie está a salvo si se nace palestino en Gaza.
Las cifras no son abstractas. Son niñas, niños, enfermeras, panaderos, agricultoras, profesoras, médicos. La deshumanización sistemática del pueblo palestino ha llegado a tal punto que se permite y aplaude la barbarie como si fuera legítima.
Israel no ha ganado una guerra. Ha cavado una fosa. Y en ella entierra no solo cuerpos, sino también cualquier rastro de dignidad internacional.
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