Por Álvaro Gonzalvo

17:00. Grupos de jóvenes se agolpan en las puertas de las casas de apuestas. En sus bolsillos, 20€. Entran. Sin ánimos, saludan al dependiente y fijan su mirada en la ruleta del fondo. En ella, tres amigos le cuentan que es hora de apostar al 22, que ya lleva tiempo sin salir. Los 20€ entran en la ranura de billetes. Después de 10 minutos, toca volver a casa a por más dinero.

Esta historia se repite día a día, hora tras hora. Los parques, las salas de cine, las bibliotecas e, incluso, las discotecas, han sido sustituidas por otro tipo de establecimientos que no paran de abrirse en nuestras ciudades: las casas de apuestas. En época de crisis, los jóvenes encuentran en el juego una forma rápida de percibir ingresos extras para pagarse sus gastos, sin saber las futuras repercusiones, alentados por los innumerables anuncios de casas de apuestas deportivas que bombardean nuestra cabeza a diario.

La primera vez que juegan lo hacen con inocencia, con esperanza de poder llevarse un pellizco con el que pagar la fiesta del sábado o esas zapatillas que tanto tiempo llevan esperando. Al ver que da sus frutos, deciden seguir jugando. Han caído en la trampa. Cuando no les queda más dinero en sus cuentas, deciden pedirlo a los padres. La madre, que limpia escaleras, cede sus ganancias del día a su hijo, que necesita el dinero, supuestamente, para pagarse unos libros de la universidad. En 15 minutos, el dinero de un día de trabajo de más de ocho horas se ha esfumado. Toca dar el siguiente paso, conseguir dinero sea como sea.

En sus mentes, miles de números que les hablan. Cientos de partidos de fútbol con los que recuperar el dinero perdido. En la televisión, anuncios. En las vallas publicitarias, anuncios. En los círculos de amigos, incitación a seguir jugando. Tras más de cinco años enganchados, deudas y miles de euros perdidos, deciden recurrir a una ayuda profesional. Es la hora de lo más difícil, desengancharse.

Tras este rápido recorrido por la vida de un jugador compulsivo, hay caras. Hay familias destrozadas, hay relaciones de amistad y de pareja rotas, hay años perdidos de universidad. Y todo ello con el beneplácito de las empresas que se dedican a este sector, que desde bien pequeños enganchan a los jóvenes con la promesa de dinero fácil. Aunque en España el juego está prohibido para menores de 18 años, no es inusual encontrar a menores de 16, a la salida de clase, en este tipo de locales.

Y nadie dice ni pío. No he escuchado ninguna propuesta seria por parte de los partidos políticos para acabar con esto. Mientras todos miramos hacia otro lado, en 2015 las casas de apuestas online invirtieron 87.722 millones de euros sólo en publicidad y se aumentó el dinero jugado por todos lo españoles en un 30% respecto al año anterior. Estas empresas del juego no hacen más que frotarse las manos cada día que el gobierno sigue impasible ante esta realidad, son empresas sin escrúpulos, que se mantienen insensibles ante el aumento de los jóvenes ludópatas en los barrios obreros de nuestras ciudades.

En 1980 fue la heroína. A día de hoy, son los salones de juego y las páginas de apuestas deportivas. Menores enganchados que pierden su juventud en un mar de lucecitas y monedas, son menores aniquilados, neutralizados, que jamás volverán a molestar al sistema. Como la heroína. En países como Ecuador, en 2011, ya se prohibieron este tipo de antros, conscientes de que la única salida y la única solución posible es cortar de raiz el problema. En España, este problema no se ha puesto aún encima de la mesa y el día que se haga será demasiado tarde. Creo que nadie quiere otra generación perdida como la de los años 80.

 

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