La obesidad infantil ya no es una alarma lejana: se ha convertido en una crisis palpable tanto en España como a nivel global. No se trata solamente de lo que comen los niños, sino de cómo viven, cuáles son los hábitos cotidianos, qué entornos les rodean, y cuáles son las políticas públicas que facilitan o dificultan estilos de vida saludables.
Según un informe reciente de UNICEF titulado “Alimentando el negocio: Cómo los entornos alimentarios ponen en peligro el bienestar de la infancia”, la obesidad ha superado por primera vez al bajo peso entre niños en edad escolar y adolescentes. Actualmente, uno de cada diez niños y niñas de entre 5 y 19 años sufre obesidad; unos 188 millones de menores en edad escolar o adolescencia. Además, entre 2000 y 2025, la prevalencia del bajo peso ha caído del 13 % al 9,2 %, mientras que la obesidad ha aumentado del 3 % al 9,4 %.
Estos datos no pueden desvincularse de los cambios de comportamiento y de entorno que han operado en las últimas décadas. Las rutinas sedentarias, el uso creciente de pantallas, la disminución drástica del juego libre al aire libre y los desplazamientos activos como caminar o ir en bici, están dejando de ser prácticas comunes para convertirse en excepciones. Dormir menos de lo necesario, horarios irregulares y la exposición a dispositivos electrónicos antes de acostarse desregulan los ritmos biológicos de los menores, afectando sus hormonas del apetito, del estrés y su metabolismo.
Las condiciones socioeconómicas ejercen una gran presión. Muchas familias no disponen de barriadas con parques accesibles, las escuelas no cuentan siempre con espacios adecuados de deporte, los horarios laborales de los padres dificultan organizar rutinas constantes para los hijos. Todo ello crea barreras reales que impiden adoptar hábitos saludables con facilidad. Estos problemas se ven en prácticamente todas las regiones del mundo: en más de 190 países se recopilaron datos que muestran cómo los entornos alimentarios y sociales —y no solo las elecciones individuales— explican gran parte del aumento de la obesidad infantil.
Ante este panorama, es fundamental reconocer la complejidad del problema. Se trata de un cambio en las rutinas de las familias, donde el tiempo, el acceso y las opciones disponibles influyen directamente en la alimentación de los menores. Como bien lo explica Catherine Russell, Directora Ejecutiva de UNICEF, «cuando hablamos de malnutrición, ya no nos referimos solamente a los niños y niñas con bajo peso. La obesidad es un problema cada vez más alarmante que puede tener consecuencias negativas para la salud y al desarrollo de la infancia”. Para Russell, queda claro que el consumo de fruta, verdura y proteínas ha quedado desplazado, sobre todo en “un período de la vida en el que la nutrición es esencial para el crecimiento, el desarrollo cognitivo y la salud mental de los niños y niñas». Su declaración destaca que el aumento de la obesidad es un reflejo de cómo la forma de vida actual está afectando la calidad nutricional de la dieta de los niños, reemplazando opciones fundamentales para su desarrollo por otras que, por diversos motivos, se han vuelto más habituales en la sociedad.
Si la obesidad infantil ya supera al bajo peso como principal forma de malnutrición, es evidente que las políticas existentes son insuficientes. Un buen ejemplo de ello es el famoso etiquetado nutricional de los alimentos, una política que suele aparecer cuando de obesidad se habla, pero que poco tiene que ver en realidad con resultados concretos a la hora de fomentar dietas equilibradas y saludables. En concreto, esto sucede con el Nutri-Score francés, presentado como un etiquetado frontal para orientar a los consumidores sobre la calidad nutricional de los productos, pero que según denuncias de experto en nutrición, ha sido utilizado por las grandes multinacionales como herramienta de marketing para mejorar la imagen de productos cargados de azúcares y otros aditivos.
Ante ello, surge la pregunta clave: ¿puede un semáforo de colores resolver una problemática tan compleja como la que rodea a la obesidad infantil? La respuesta, a la luz de los datos, es negativa. Aunque NutriScore intenta facilitar comparaciones rápidas entre productos (sin lograr efectividad en el mismo), el sistema no contempla el grado de procesamiento, ignora el tamaño real de las porciones, pasa por alto la frecuencia de consumo y deja fuera factores cruciales como el sueño, la actividad física o las desigualdades socioeconómicas que condicionan las elecciones de las familias.
Sumemos a esto lo que muestra el informe: actualmente hay 391 millones de niños, niñas y adolescentes de 5 a 19 años con sobrepeso, muchos de los cuales tienen ya obesidad. Este número equivale aproximadamente a uno de cada cinco menores en ese rango de edad. El aumento de la obesidad no ha sido uniforme: aunque regiones como África Subsahariana y Asia Meridional todavía tienen prevalencias de bajo peso mayores que de obesidad, en casi todo el resto del mundo ya sucede lo contrario.
Este escenario exige intervenciones estructurales que modifiquen los estilos de vida desde abajo (familias, comunidades) y desde arriba (políticas públicas). Algunas líneas de cambio serían: asegurar que los espacios urbanos estén diseñados para favorecer el movimiento libre, el juego al aire libre y los desplazamientos activos; promover rutinas de sueño que respeten las necesidades biológicas de los menores; organizar tiempo libre que no esté solo basado en consumo o pantallas; reducir desigualdades socioeconómicas en infraestructura, educación, servicios de salud, ocio; entre otras.
La obesidad infantil no es un fallo individual ni una moda pasajera, sino un síntoma de estilos de vida que han cambiado drásticamente, de entornos que dejan de permitir hábitos saludables, y de políticas públicas insuficientes o descoordinadas. Estos últimos informes muestran que la obesidad ya supera al bajo peso en la mayoría de regiones del mundo, algo que marca un punto de no retorno si no se actúa con firmeza. Transformar esta realidad exige asegurarnos de que las opciones saludables no dependan del nivel de ingresos, del barrio, ni del horario. Es hora de que nuestras ciudades, nuestras escuelas, nuestros hogares y nuestras políticas trabajen para que moverse, descansar bien y vivir de manera activa sean la norma, no la excepción. Solo así las nuevas generaciones podrán crecer sin la carga sanitaria, psicológica y social que hoy la obesidad infantil ya está imponiendo.
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