Como si de niños se tratara, parece que quien lo diga más alto más razón tiene. Sacar pecho frente a la bandera mientras es utilizada como símbolo político opresor al grito de «¡Viva España!» acumula puntos en una balanza que mide cómo de grande y pesado es el amor a la patria de cada uno y, por supuesto, de los que se tienen delante. En las crónicas de cada doce de octubre no faltan tampoco aquellos que menos sufren la opresión de todo lo que simboliza la bandera y que, desde una izquierda moderada, empática y sumisa hacia el patrón, pretenden reapropiarse de lo que nunca nos perteneció: una apariencia vacía de ilusión y lucha.
Quienes dicen plantar cara a los perfiles más reaccionarios del espectro político y se consideran hegemónicos dentro de la izquierda sólo utilizan las dantescas representaciones de sus contrincantes políticos, así como sus ocurrencias más insultantes, para erigirse como una baza capaz de combatir a la extrema derecha en un escenario fuertemente marcado por la influencia de los medios de comunicación.
Ahora bien, los parches que cose la socialdemocracia sobre las necesidades de los ciudadanos españoles y los rotos que crea la incapacidad de hacer frente a todas ellas lleva años dejando entrever que la cuestión va más allá de los representantes políticos y sus medidas ineptas que no acaban por resolver problemas de carácter estructural. Dentro de la concepción que cada uno tenga del amor a la patria y a su gente, algo que nunca podrá caber en él son las migajas con las que se nos hace creer que cambiarán la situación de las familias más vulnerables. Aquí no hablamos únicamente de quienes ya se encuentran en la marginalidad más absoluta, sino de todos aquellos que se ven obligados a prostituir su tiempo y derechos por unas condiciones de vida que cubren mínimamente sus necesidades más básicas.
Con la resaca que la euforia ha provocado entre muchos perfiles de izquierda la estela de un avión con tono violeta mientras se presume de tener un gobierno de izquierdas, son muchos los frentes que tienen abiertos quienes se tienen que levantar hoy a buscar trabajo o a hacerlo bajo unas condiciones nefastas.

Llevamos varios días viendo en las redes sociales la noticia que narra cómo la falta de trabajadores dispuestos a aceptar condiciones deplorables se junta en el mismo lapso en el que los trabajadores de RENFE y Tubacex consiguen una victoria ante los recortes y abusos de la patronal. Un denominador común que consiste en no aceptar, bajo ningún concepto, las propuestas de los empresarios de trabajar durante su llamada «media jornada» de doce horas al día. A ello se le suma el hartazgo de las medidas vacías como el ingreso mínimo vital que ha quedado lejos de ser aquel hito social del que tanto se hablaba junto con las que vienen en los próximos meses y que se han calificado, en numerosas ocasiones, de electoralistas. Entre ellas están el bono a la vivienda que apunta al beneficio del propietario más que a la regulación del alquiler y además lo deja en manos de los gobiernos regionales y sus municipios, poniendo de manifiesto que no se trata de un derecho tal y como lo declara la Constitución sino como una medida que tomar en función de los intereses partidistas. Los que en su momento atacaron a la Constitución hoy ven cómo les pasa por la izquierda mientras se dedican a poner parches a los problemas que el mismo sistema que defienden crea.
Mientras celebran ese bono para la vivienda, se producen 122 desahucios diarios en España. Mientras las eléctricas acumulan beneficios millonarios, la Cañada Real lleva más de un año sin luz y miles de familias en España tienen que poner lavadoras por las noches.
Mientras los parados de larga duración caen en la desesperación por no encontrar trabajo sobreviviendo con la pensión de los mayores, los recortes y las mochilas austriacas vendidas como la solución a la precariedad amenazan con imponerse al sistema público de pensiones. Mientras celebran el día de la hispanidad, miles de migrantes son rechazados en las fronteras, víctimas, en la mayoría de casos, de un pasado colonial europeo que fuerza al movimiento.
Hay a quien ya no le valen los parches, los bonos culturales o gritos y vítores a la bandera. Hay quien quiere comer, quien quiere que se respete sus derechos y dignidad. La denuncia de sus vulneraciones es nuestro deber.