Redacción | Jaime Richart, Antropólogo y jurista
Todo cuanto discurrimos y decimos creer se acopla a alguna de una serie de figuras retóricas que a su vez responden a alguna de las construcciones mentales que el ser humano ha ido elaborando desde la noche de los tiempos y a lo largo de su evolución camino de más evolución. Esto sucede desde que abandona el gruñido, cambia a ruidos guturales y estos luego tornan a sonidos articulados por activación de impulsos nerviosos. La causa eficiente de esta transformación nos es desconocida, y las conjeturas sobre ello pueden florecer…
Si eres creacionista no sigas leyendo, aunque también puedes atribuir esa transformación a la obra de tu creador; lo que no afecta a la médula de la presente tesis. Pero si eres evolucionista, no creo que tengas reparo alguno en admitirla como proposición.
No creo que seamos pocos (y si somos pocos también seguiría siendo irrelevante) los que, al argumentar, no olvidamos nunca el punto de partida expuesto en el párrafo anterior. Pero, al igual que sabemos que hemos de morir pero no insistimos en pensar más que ocasionalmente en el inevitable desenlace pues si la idea fuese persistente nos conduciría a la enfermedad o a no vivir, del mismo modo al hablar, al escribir o al pensar debemos dejar a un lado el principio que acabo de exponer de que todo aserto, definición y creencia son una construcción mental: pues olvidarlo coyuntural ente es lo único que puede preservarnos de la esquizofrenia. Y así, olvidándolo, lo mismo que obviamos saber que no somos inmortales pero discurrimos y actuamos como si fuésemos eternos, es como nos incorporamos (aunque dificultosamente) al torrente de las ideas que se han ido vertiendo al océano de los conocimientos para combinarlas, centrifugarlas o rebatirlas. En el último escalón del razonamiento siempre nos queda la idea de que llevar demasiado lejos la porfía es absurda pues estamos reproduciendo una construcción mental, propia o ajena. Sea como fuere, el alma de la naturaleza dictamina que bien, mal, justicia, absoluto, libertad, lealtad, amor… son palabras y conceptos que, por sí mismos, sin la descripción elaborada ahora o in illo tempore por uno mismo o por otro, carecen de sentido.
El hecho de que, una vez constituida la sociedad, para integrarnos en ella, para comunicarnos, para entendernos, para entretenernos e incluso para sobornarnos la consciencia, y algunos también la conciencia moral, admitamos todas las proposiciones y premisas que caben en el pensamiento conocido y también en el desconocido hasta que un libro o una palabra nos lo revelen, no significa que no flotemos en la pura sugestión y en el autoengaño. Y de acuerdo a ello nos expresamos para satisfacer el yo y de paso para deleitarnos poniendo en un orden inteligible y práctico el pensar.
En todo caso, si nos empeñamos en que exista pese a todo “la verdad”, la verdad material o formal de la respectiva cultura, ésa sería es el resultado del consenso de unas minorías dentro de cada cultura y dentro de cada una de las superestructuras del saber. Y si afirmamos la verdad moral o espiritual, ésa sería la que cada cual elija de conformidad con su libertad de elección. Más allá de eso, no hay más. Pero ésa no es la verdad absoluta que busca el que no ha despertado… Ésa es la inexistente a la que me refiero.
En todo caso, el ser humano no huye tanto de ser engañado como de ser perjudicado mediante el engaño; en este estadio tampoco detesta en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de embustes. El ser humano sólo desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; pero es indiferente al conocimiento puro de las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos.
Porque es, por tanto, desde las profundidades de nuestro pensamiento desde donde mantenemos ese principio de que todo cuanto decimos y pensamos está preconstituido y preconstruido, para luego, entre lo que se nos ofrece de tanto edificado, elegir un edificio, un esquema, una ideología, una religión o una filosofía que mejor se avengan a nuestra naturaleza, a nuestra cuna, a nuestra circunstancia, a nuestra experiencia y a nuestra conveniencia psicológica y ontológica.
Digámoslo ya. Cada verdad absoluta no es más que una apariencia elegida entre la caterva de ideas y tendencias intelectivas y sensitivas relacionadas con la vida, con la muerte y con la hipotética trascendencia. En todo caso, la cultura, mejor dicho, las sucesivas capas que configuran cada cultura a lo largo del tiempo sepultan la indiferencia de la naturaleza hacia nuestra preocupación obscena por alcanzar la verdad inexistente, material o metafísica, acerca de todo cuanto existe según la convención. Lo que no significa que no vivamos de acuerdo a dicha convención. Pero será como era la vida de los antiguos, quienes no creían realmente en sus mitos pero vivían “como si” creyesen en ellos, y adoraban el logos, como si no chocase frontalmente con ellos.
El nihilismo tiene mucho que ver con esta tesis y con la del antiguo griego Gorgias que afirmaba: “nada existe, si algo existe no es cognoscible por el hombre; si fuese cognoscible, no sería comunicable”. Pero hay dos versiones del nihilismo. El nihilismo negativo niega la realidad y niega lo que pretenda un sentido superior, objetivo de la existencia puesto que dichos elementos no tienen una explicación verificable. En cambio el nihilismo positivo es favorable a la perspectiva de un devenir constante o concéntrico de la historia objetiva, aunque sin ninguna finalidad superior o lineal. Es partidario de las ideas vitalistas y lúdicas, de deshacerse de todas las ideas preconcebidas para dar paso a una vida con opciones abiertas de realización, una existencia que no gire en torno a cosas inexistentes… Pero ninguna de los versiones lo explican a satisfacción. En cambio mi negación de la verdad, muy próxima al nihilismo positivo, se refuerza situando ese momento preciso en que comienza a manejarse la verdad en el tránsito del lenguaje más tosco, al lenguaje propiamente humano, retorcido hasta la náusea y absurdamente sofisticado.
Y para terminar, el afán del ser humano de alejarse del estado natural y salir de algún modo de este mundo de las ideas es un hecho que no precisa demostración. Pero el ser humano, antes de salir de este mundo volverá a la naturaleza para que su especie no se diluya en la nada como el azucarillo en un vaso de agua, pues es allí, en la naturaleza, donde, si existiese, únicamente puede estar la verdad.