La República interior

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Ana Barba

Esta mañana temprano colgaba de mi balcón una bandera republicana como cada 14 de abril, como homenaje a mi gente, a la que perdió la guerra. Este año, por primera vez, tenía enfrente varias banderas del R-78, esas que salieron como setas cuando el nazionalismo español se sintió amenazado por el independentismo catalán durante el pasado otoño. Están un poco descoloridas y sucias después de tantos meses a la intemperie, en una especie de simbolismo del Estado del propio R-78. Algunas de esas banderas están en el balcón de la sede del partido Falande Española, muy crecido con el resurgir del fervor españolista. Mentiría si negara que me causa un cierto desasosiego tenerlos enfrente, casi temor, confieso. Todas sabemos que no son tolerantes ni pacíficos con quienes consideran sus enemigos, así que más me vale que no me identifiquen.
La bandera republicana ha sido un símbolo común para quienes estamos en contra del sistema creado por la llamada Transición desde hace muchos años. En determinados ambientes no era bien vista, pero se toleraba como una boutade propia de nostálgicos y trasnochados. Sin embargo, desde el pasado otoño, con el resurgir del españolismo más intransigente, exhibirla puede causar un problema en según qué entornos. Las banderas españolistas campan a sus anchas en balcones, pulseras, llaveros y toda suerte de gadgets mientras que la bandera constitucional republicana se censura o se evita por no crear conflictos.
El problema no es que seamos una minoría, que puede que lo seamos o no. El problema es que durante ochenta años se ha lavado el cerebro de la mayoría con verdades fabricadas y simbolismos obligatorios y esa programación del comportamiento nos pasa factura ahora. Sólo un comportamiento automático, casi límbico, puede explicar que no se reaccione ante la franca putrefacción del régimen.

Como todo sistema mantenido de forma artificial, tiende a volverse más autoritario cuanto más frágil se siente. Eso explica las llamadas “Leyes Mordaza”, la aplicación del Artículo 155 de la Constitución en Cataluña o el uso abusivo de la anacrónica Audiencia Nacional, heredera del Tribunal de Orden Público del Franquismo.
Pese a todas las medidas desesperadas que se están aplicando por parte del régimen, el grado de descomposición de sus estructuras es enorme. Los escándalos de corrupción que afectan a PP y PSOE, a cada uno en la medida de sus cuotas de poder, son casi infinitos. El descrédito de la monarquía está en cotas difícilmente superables, con la corrupción y la desafección como demonios familiares.
Sólo se explica que el barco no se vaya a pique por el incesante achique de agua que realiza la prensa, en un ejercicio constante de propaganda. Los informativos de la televisión pública se parecen cada vez más al No-Do franquista, con los grandes “logros” del PP como gran argumento, solo compartido por una “idílica” familia real omnipresente, sobre todo tras cada pequeño o gran escándalo de los miembros de la monarquía. Las otras cadenas generalistas no son mucho mejores, como se ha demostrado con la llamada “crisis catalana”, en la que han salvado la cara al régimen como paniaguados que son. De la prensa escrita o la radio, mejor no hablar, pues es más de lo mismo.


Quienes tenemos pensamiento disidente nos refugiamos en la prensa digital alternativa y en las redes sociales. Eso tiene su parte positiva, pues nos retroalimentamos, pero tiene la desventaja de que nuestra República sigue estando oculta, sigue siendo interior.
Con cada nuevo acontecimiento fruto de la putrefacción del R-78 albergo la esperanza de que esa vez sea la definitiva, la que haga saltar a la gente a la calle.

Cada nueva convocatoria #TodosASol pienso que se desbordarán las calles como en aquel mítico 14 de abril de 1931.

¡Salud y República!

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