“He pasado por humillaciones, difamaciones pero yo sabía quién era y lo que quería, yo quería vivir tranquila y tener un hogar sin violencia”. Teresa Farfán.
Pese a los importantes avances legales en los países de América Latina para enfrentar la violencia de género, esta sigue siendo un grave problema que desafía al conjunto de los Estados, más aún en un contexto de crisis social agravada por la pandemia de covid-19, que golpea en mayor grado a las mujeres.
“Las leyes y las normas no han parado la violencia, incluyendo el feminicidio. Hay como una especie de parálisis a nivel latinoamericano, de parte del Estado y de la sociedad, donde no queremos darnos mucha cuenta de lo que está sucediendo y se culpa a la mujer”, resumió a IPS la docente e investigadora María Pessina Itriago, directora del Observatorio de Género de la Universidad Tecnológica Equinoccial, de Quito.
Pessina, venezolana residenciada en la capital ecuatoriana, responde la entrevista telefónica en la sede universitaria. Desde allí sostiene que la violencia hacia las mujeres es histórica, que “seguimos siendo consideradas una ciudadanía de segundo plano a la que no se reconoce valor como sujeto social”. Y que esto viene desde la matanza de las brujas en Europa, en la Edad Media.
“El genocidio de mujeres es una cosa que no ha parado y ahora en el contexto de la pandemia es más grave. Creo que, en realidad, la pandemia que hemos vivido por muchos años es justamente esta, la de la violencia de género”, remarcó.
La reflexión la realiza la especialista en género durante la antesala del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, que se celebra el jueves 25 y que abre 16 de activismo para erradicar el flagelo, que cierra el 10 de diciembre, el Día Mundial de los Derechos Humanos.
“No ha sido fácil lograr mi independencia, tener mis propios ingresos y sacar adelante a mis hijos, he pasado por humillaciones, difamaciones pero yo sabía quién era y lo que quería, yo quería vivir tranquila y tener un hogar sin violencia”: Teresa Farfán.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) y ONU Mujeres alertaron en marzo de que a nivel global una de cada tres mujeres sufre la violencia de género. Y que el problema, lejos de disminuir, había crecido durante la covid y los confinamientos impuestos para controlar la pandemia.
El estudio “Estimaciones mundiales, regionales y nacionales de la prevalencia de la violencia de pareja contra la mujer y estimaciones mundiales y regionales de la prevalencia de la violencia sexual fuera de la pareja contra la mujer”, que analizó datos del 2000 al 2018, es el de mayor alcance elaborado por la OMS sobre el tema.
El informe, publicado en marzo de este año, subraya que la violencia hacia la mujer es “omnipresente y devastadora” y afecta con mayor o menor gravedad a una de cada tres mujeres.
En relación a América Latina y El Caribe, el estudio situa en 25 % la tasa de prevalencia de la violencia entre las mujeres de 15 a 49 años.
La pandemia regional en la pandemia
Sobre los feminicidios, el Observatorio de Igualdad de Género de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), reporta que en 2019 en la región murieron por esta causa 4640 mujeres. El organismo también llamó la atención sobre la intensificación de la violencia contra las niñas y mujeres durante la pandemia.
A este panorama se suma los impactos de género de la pandemia en el empleo, que disminuye la autonomía económica de las mujeres y las coloca en mayor vulnerabilidad frente a la violencia.
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la región de las Américas tuvo la mayor reducción de empleo femenino durante la covid, en una situación que no se va a recuperar en este 2021.
Para la socióloga peruana Cecilia Olea, de la no gubernamental Articulación Feminista Marcosur (AFM) que integran 17 organizaciones de 11 países, nueve sudamericanos latinos y México y República Dominicana, existen en los últimos 30 años avances importantes frente a la violencia de género.
Entre ellos citó el hecho de que los Estados reconozcan su responsabilidad frente al problema y dejen de considerarlo un asunto privado; y la aprobación de un tratado internacional de derechos humanos específico.
Efectivamente, América Latina es la única región del mundo que cuenta con la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia Contra la Mujer, conocida como Convención de Belem do Pará por la ciudad brasileña donde se aprobó en 1994, fijó el derecho de la mujer a vivir libre de violencia y estableció el marco para las leyes nacionales frente a esta vulneración a los derechos de las mujeres.
Sin embargo, precisó Olea en una entrevista con IPS en Lima, lo jurídico y normativo no ha sido acompañado de estrategias políticas para cambios en el imaginario social de lo que es la masculinidad y la feminidad, que incentiven a modificar esta cultura de inequidad entre hombres y mujeres; por el contrario, la violencia se inscribe en el contexto de una cultura de impunidad.
“Lo masculino se siente libre de oprimir y allí hay una responsabilidad de los Estados que no están garantizando la educación sexual integral en todo el sistema educativo tanto escolar, técnico como superior; este programa existe por ley pero su aplicación es deficiente por falta de capacitación al personal docente y se pierde la oportunidad de formar en nuevas masculinidades por ejemplo”, remarcó.
Olea, activista feminista y una de las fundadoras de la AFM, sumó a las responsabilidades que toca a los Estados para prevenir, atender y erradicar la violencia de género, la urgencia de asegurar servicios de salud; justicia con la debida diligencia, pues la actual demora revictimiza e inhibe el uso de los instrumentos normativos; y presupuesto para poder corregir las actuales deficiencias que impiden una mejor respuesta a este flagelo.
Cambio cultural con nuevas generaciones
Formada en un hogar machista, Pessina se rebeló desde pequeña a las normas de género y ese cuestionamiento permanente la llevó a definir como camino el ser una buena persona.
“Creo que las personas buena gente no toleran las injusticias ni las desigualdades de ningún tipo, por eso yo me consagré hace unos 15 años como feminista y me hace muy feliz poder aportar un granito con mis estudiantes”, dice.
Considera como desafíos para avanzar en la erradicación de la violencia contra las mujeres el dotar de presupuesto a las políticas públicas para que funcionen; y lograr una alianza entre Estado, organizaciones civiles y movimientos feministas para crear una hoja de ruta que incorpore a las voces excluidas, como de las mujeres de pueblos originarios.
“Los espacios de denuncias no están cerca de sus pueblos, tienen que trasladarse y cuando llegan no pueden muchas veces comunicarse en su propia lengua por la visión colonialista de que todo es en español y no hay intérpretes”, cuestionó.
Otra parte del problema, adujo, es que “el propio Estado traba las denuncias y mantiene en la marginación a estas personas, quienes no son tomadas en cuenta en los indicadores de violencia de los países”.
Como tercer desafío colocó el trabajo con los medios de comunicación latinoamericanos por su rol en la construcción de imaginarios, a fin de generar la figura del ombudsman enfocado al género para asegurar un tratamiento informativo que contribuya a la igualdad y no reproducción de estereotipos discriminatorios.
Pessina piensa en una transformación cultural impulsada por las nuevas generaciones en favor de la igualdad de género.
“Vemos más mujeres jóvenes activistas feministas que se movilizan para lograrlo y darán un giro, no ahora, pero quizás en una década estaremos hablando de otras cosas. Estas nuevas generaciones no solamente de mujeres sino de hombres, creo que son nuestra esperanza para cambiar”, aseguró.
“Quería un hogar sin violencia”
Teresa Farfán es un ejemplo de muchas mujeres latinoamericanas, víctimas de violencia machista, pero con una diferencia con la mayoría: ella salió de ese circulo de violencia de género que se da muchas veces en el propio hogar.
Tiene 35 años, se presenta como campesina, madre soltera y sobreviviente de un intento de feminicidio. Ella nació y vive en la localidad de Lucre, a una hora 30 minutos de distancia en automóvil de la ciudad de Cusco, capital del antiguo Perú, en el centro del país.
Como la mayoría de la población local, se dedica a la agricultura familiar.
Hace nueve años se separó del padre de sus hijos quien, sentencia, no la dejaba progresar.
“Quería que solo esté detrás de las vacas, pero yo quería aprender, capacitarme, y eso lo enojaba. Me llegó a golpear y fue horrible, y en la comisaría no atendían mi denuncia. Él me echó de la casa y pensó que por miedo me quedaría, pero cogí a mis hijos y me fui”, recordó a IPS durante una jornada compartiendo con mujeres de su comunidad.
En aquella encrucijada careció del apoyo de su familia que más bien la instaba a retornar, “porque una mujer debe hacer lo que dice el esposo”.
Pero sí contó con amigas solidarias que le dieron la mano, dentro y fuera de su comunidad, en una sororidad de mujeres quechuas y campesinas como ella en la zona altoandina peruana.
“No ha sido fácil lograr mi independencia, tener mis propios ingresos y sacar adelante a mis hijos, he pasado por humillaciones, difamaciones pero yo sabía quién era y lo que quería, yo quería vivir tranquila y tener un hogar sin violencia”, afirmó. Un anhelo que sigue esquivo para millones de mujeres latinoamericanas.
ED: EG – IPS