Durante muchos años, las granjas de turbinas eólicas en el mar se plantearon como desarrollos cimentados sólidamente en el fondo: estructuras de hormigón o acero, lógicamente posibles tan solo en zonas con escasa profundidad. El problema es que las costas de muchos países tienen muy pocas millas de costa en ese rango de profundidades, y por tanto, la posibilidad de llevarse estas turbinas a zonas más alejadas desaparece.
Frente al concepto habitual de este tipo de parques eólicos anclados al fondo, que desde los inicios de su explotación han posibilitados la generación de grandes cantidades de energía y la reconversión de competidores importantes como la danesa Ørsted, surge la idea de hacer esas turbinas flotantes. Tecnológicamente, un reto impresionante que algunos describen como «poner un autobús en lo alto de un poste, hacerlo flotar y luego estabilizarlo mientras interactúa con el viento y las olas», pero que permite situarlos en profundidades muy superiores, en las que son simplemente anclados al fondo con uno o varios puntos en lugar de tratar que construir una estructura rígida, que se consideran técnicamente viables únicamente en profundidades inferiores a los quince metros.
Las turbinas eólicas flotantes están aún en fase de experimentación: hasta 2018, la única granja eólica de turbinas flotantes estaba en Escocia, y tenía una capacidad total de 30 MW. Pero la mejora gradual de la tecnología está posibilitando que algunos países con litorales de aguas profundas se las planteen como una de las maneras ideales de obtener energía, como es el caso de los Estados Unidos, de Australia, de Irlanda o de Portugal. Muchas de esas zonas poseen vientos fuertes y relativamente constantes, lo que posibilita que esas turbinas generen energía de manera consistente. Poder situar esas turbinas en aguas más alejadas de la costa y en profundidades de hasta unos doscientos metros posibilita, por un lado, reducir su impacto visual, y por otro, evitar las zonas más explotadas por los pescadores, además de alcanzar zonas de vientos más fuertes y constantes.
Las turbinas como tales son muy similares a las que se fijan al lecho marino: la mayor diferencia está en el diseño de la plataforma que la sustenta y en los controles que se utilizan para gestionar su funcionamiento en mar abierto. Esos controles están automatizados y coordinados entre sí para tratar de mejorar la forma en que la turbina responde a las características del viento y las olas. Los controles permiten que la turbina flotante se ajuste para aprovechar los vientos más fuertes pero sin llegar a volcarse, lo que permite maximizar su producción de energía. La tecnología utilizada, desarrollada anteriormente para plataformas de extracción de petróleo y gas, se denomina tension-leg platform, que ancla la plataforma al lecho marino con una especie de tendones ajustables. Los sensores en la plataforma permiten detectar ráfagas de viento y las características del oleaje y, en tiempo real, ajustar adecuadamente la longitud de esos tendones para que la plataforma pueda mantenerse sobre las olas en la posición adecuada.
Algunos países han desarrollado proyectos de este tipo para sustituir centrales de carbón y culminar así la descarbonización de su tejido de generación eléctrica. Otros se los plantean como desarrollos tecnológicos que, además de generar energía, pueden establecer un liderazgo tecnológico que les permita convertirse en proveedores de componentes para otros países, incidiendo así en la creación de empleo especializado. En cualquier caso, hablamos de un recurso completamente sostenible, el viento, y de la posibilidad de adaptar su explotación a zonas en las que antes no se consideraba técnicamente posible. Veremos hasta qué punto y a qué velocidad los distintos países se lanzan a aprovecharlo, y hasta qué punto puede eso afectar al futuro mapa de la generación de energía.