Por Homar Garcés con ilustración de ElKoko
Como parte del sentido común y de la vida cotidiana, la realidad ilusoria y deformada de las ventajas materiales individuales -propiciada por la gran industria ideológica que resalta los valores capitalistas- impulsa a mucha gente alrededor del mundo a emigrar de sus países natales en búsqueda de unas mejores y más seguras condiciones de vida. Esto se ve año tras año en la frontera que separa a Europa de África o en la que separa a Estados Unidos de nuestra América, lugares donde comúnmente acontece una infinidad de situaciones que condenan a los inmigrantes (indocumentados, para mayor precisión) a la detención, la deportación y, en el peor de los casos, la muerte sin dolientes, incluyendo a niños, como se pudo apreciar mediante las imágenes difundidas a nivel global en relación con el trato dispensado a los hijos de inmigrantes retenidos por las autoridades de Estados Unidos, siendo colocados en jaulas cual si se tratara de animales.
Esto comprueba, además, el grado en que el modo de producción -como régimen de producción y reproducción de la vida social- ha marcado, cual hierro candente, la mentalidad de muchas personas (hasta podrá afirmarse que al cien por ciento de la humanidad), por lo cual se esmeran en hallar un trabajo asalariado de mejor remuneración, al margen de cualquiera otra consideración que supondría despojarse de la falsa conciencia que poseen. Ello está acompañado por el comportamiento asumido en la actualidad por el Estado en muchas naciones del mundo al privilegiar la protección de los intereses supremos de las grandes corporaciones transnacionales más que la de sus propios ciudadanos, a quienes les reserva una situación de represión y militarización en previsión de exigencias económicas y políticas que hostilicen su nuevo rol al servicio del capital. Algo, por cierto, nada excepcional, en vista de sus antecedentes históricos, pero que ahora se cumple con una mayor notoriedad y desparpajo.
Como se extrae de la afirmación hecha por Zygmunt Bauman en el libro ‘Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias’, “refugiados, desplazados, solicitantes de asilo, emigrantes, sin papeles, son todos ellos los residuos de la globalización. No obstante, no se trata de los únicos residuos arrojados en cantidades crecientes en nuestros tiempos. Están también los residuos industriales ‘tradicionales’, que acompañaron desde el principio a la producción moderna. Su destrucción presenta problemas no menos formidables que la eliminación de residuos humanos, cada vez más horrorosos, y por razones muy similares: el progreso económico que se propaga por los rincones más remotos del ‘saturado’ planeta, pisoteando a su paso todas las formas restantes de vida alternativas a la sociedad de consumo”.
Para los dueños del capital, estas víctimas colaterales del “progreso” económico, en un sentido amplio, solo tendrían algún derecho a existir siempre y cuando estén impregnados (y así lo hagan ver, sin disidencia alguna) de la visión e intereses de los sectores dominantes. Es lo que ocurre en diversas naciones, incluyendo las periféricas, con gentes de toda edad, deambulando en las calles, sin atención social. Así, junto a los graves efectos de la depredación sufrida año tras año por la naturaleza a nivel mundial, hay que considerar también lo equivalente respecto a las personas excluidas por este “progreso”. A fin de evitar su multiplicación negativa, la misma dinámica socioeconómica del sistema capitalista globalizado impone la necesidad de construir unas nuevas formas de vivir y de comprender la vida, además de nuevas institucionalidades que tengan por fundamento una mayor expresión de democracia; todas las cuales, en conjunto, representarían abrir caminos a una nueva clase de sociedad.
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