Que la justicia en España es lenta e ineficaz es algo que viene observándose desde hace ya bastante tiempo. De hecho, este panorama representa la percepción generalizada que tienen los ciudadanos cuando se les pregunta por el funcionamiento de la Administración de Justicia española: faltan medios, recursos, y el colapso y la saturación de los tribunales exige una urgente reforma y modernización en la que ya se ha empezado a trabajar a través de la elaboración del Plan Justicia 2030, impulsado por el Ministerio de Justicia del Gobierno de España.
Dicha situación se agudiza aún más si hablamos de la justicia penal, donde las deficiencias observadas no son poco relevantes: el delincuente es estigmatizado, la víctima no ve satisfechas sus necesidades y el principio resocializador que debe orientar las penas, consagrado en el artículo 25.2 de la Constitución Española, fracasa de manera estrepitosa.
En la búsqueda constante por encontrar esa panacea que acabe con todos los males que asolan la Administración de Justicia, en el orden penal merece la pena detenerse en los objetivos marcados por las recientes políticas que se dirigen a aumentar los niveles deseados de eficiencia.
Entre otras cuestiones, ello se ha traducido en la regulación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas de forma que puedan ser sancionadas penalmente por la comisión de una infracción al igual que las personas físicas ante la aparición de nuevos y más complejos fenómenos delictivos en un contexto de globalización, como la delincuencia económica y organizada.
Así pues, en materia de responsabilidad penal de las personas jurídicas, una de las reformas más relevantes que se han llevado a cabo en los últimos años, dando lugar a uno de los temas de moda en el mundo jurídico y empresarial es, sin duda, la relativa a los compliance programs o programas de cumplimiento normativo, es decir, sistemas de organización orientados a garantizar el cumplimiento de la legalidad en el desarrollo de aquellas actividades que se lleven a cabo en el seno de una empresa.
Sin embargo, en este ámbito, el término compliance se vincula en mayor medida a modelos de prevención de delitos, introduciendo la posibilidad de que las personas jurídicas puedan quedar exentas de responsabilidad penal. De este modo, se adopta por parte de las organizaciones una cultura del cumplimiento dirigida a evitar o, cuando menos, a disminuir el riesgo de que se produzca la comisión de determinados delitos.
Con origen en Estados Unidos como reacción a una serie de escándalos financieros y de corrupción, no solo se trata de un tema que cobra una especial trascendencia por constituir un mecanismo orientado a la creación de una cultura del cumplimiento legal dentro de las empresas, contribuyendo así al buen gobierno corporativo y a la ética empresarial, sino por sus numerosas implicaciones en materia de justicia en el marco de los procesos penales seguidos contra personas jurídicas.
Mediante la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio se incluyó en nuestro ordenamiento jurídico la posibilidad de atribuir responsabilidad penal a las personas jurídicas. No obstante, esta primera regulación no contemplaba la posibilidad de que aquellas pudieran quedar exentas de dicha responsabilidad si acreditaban que habían hecho lo posible para evitar la comisión del delito correspondiente, sino que únicamente se establecían ciertas atenuantes en atención a algunas conductas de la persona jurídica posteriores a la comisión del hecho delictivo.
Así pues, el cambio más importante llega con la reforma del Código Penal de 2015 a través de la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, introduciendo determinadas circunstancias eximentes y atenuantes de esta responsabilidad basadas en que la sociedad u organización se haya dotado de un “modelo de organización y gestión”. De esta forma, se establece un mecanismo de exoneración o disminución de la responsabilidad penal de la empresa si posee un programa de cumplimiento legal eficaz.
Para ello, el programa deberá reunir una serie de requisitos que se encarga de enumerar el artículo 31 bis 5 del Código Penal como la elaboración de un “mapa de riesgos penales”; la implantación de modelos de gestión de recursos financieros para evitar la existencia de “cajas b”; la creación de sistemas o canales de denuncia internos o la adopción de un sistema disciplinario, por ejemplo.
Frente al objetivo de eficacia que se persigue a través de las investigaciones internas empresariales que realizan las entidades como consecuencia de la implantación de un programa de cumplimiento legal ante la sospecha de la comisión de un delito, surgen diversas cuestiones que hacen plantearse el interrogante de si, en realidad, no se está produciendo un detrimento en el ámbito de las garantías procesales y que, en definitiva, hacen que esta materia suscite sumo interés en el campo de la justicia penal.
Así pues, cabe señalar la posible vulneración de derechos fundamentales de los trabajadores que son investigados por la entidad, como el derecho a la intimidad, el secreto de las comunicaciones, el derecho a la presunción de inocencia y a no declarar contra sí mismos. Además, a todo ello se suman los múltiples riesgos asociados a lo que sería una “privatización” de la investigación penal pública, lo que conduce a la necesaria reflexión acerca los programas denominados de compliance o de cumplimiento normativo.
Selena Tierno Barrios – The Conversation
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