Tres nombres, una trama y un sistema judicial que castiga según convenga.
Tres hombres, una misma investigación, tres destinos judiciales distintos. José Luis Ábalos y su antiguo asesor Koldo García, señalados por la Guardia Civil por haber recibido pagos irregulares a cambio de contratos públicos, están en libertad. Santos Cerdán, exsecretario de Organización del PSOE, lleva más de tres meses en prisión preventiva. El mismo juez, el mismo fiscal, el mismo caso. La diferencia no está en los hechos, sino en las decisiones.
El magistrado Leopoldo Puente justifica que solo Cerdán puede destruir pruebas, porque supuestamente era quien gestionaba los pagos dentro de la trama. Pero el razonamiento roza lo absurdo: si todos participaban, ¿por qué solo uno representa un riesgo? La prisión preventiva, que debería ser una medida excepcional, se usa como castigo anticipado, un instrumento para presionar, no para proteger la investigación.
El juez y el fiscal Anticorrupción, Alejandro Luzón, descartan peligro de fuga o reincidencia. Solo ven “riesgo cierto” de alteración de pruebas, una expresión tan vaga como funcional. Y así, sin pruebas nuevas ni avances sustanciales, Cerdán sigue en prisión mientras los otros dos duermen en casa, demostrando que en España no basta con ser inocente, hay que caerle bien al juez.
Nada es casual cuando los tiempos judiciales coinciden con los políticos. La defensa de Cerdán denuncia que el juez busca el “shock” para obtener confesiones. Es decir, prisión preventiva como herramienta de desgaste. La UCO, más ágil filtrando que probando, nutre un relato mediático que condena antes de juzgar. El Supremo, mientras tanto, guarda silencio, amparándose en informes orales que nadie puede verificar.
La paradoja es evidente: Ábalos y Koldo, más mediáticos, más conocidos, más quemados políticamente, están libres. Cerdán, el menos visible, permanece encarcelado desde el 30 de junio. El propio juez reconoce que el plazo máximo para mantenerle preso —seis meses— vence el 30 de diciembre. Pero su vida ya está rota. La justicia española, que a menudo actúa con una lentitud desesperante en casos de corrupción de la derecha, aquí se muestra implacable, selectiva y oportuna.
El caso Cerdán evidencia la función política del derecho penal: no siempre se busca verdad, sino control. Cuando el castigo llega antes que la condena, cuando las filtraciones sustituyen a las pruebas, y cuando el criterio del juez parece más moral que jurídico, el Estado de derecho se convierte en un teatro donde la toga es solo el disfraz del poder.
Ábalos y Koldo siguen dando explicaciones en libertad. Cerdán las da desde una celda.
La justicia, en España, no es ciega: mira muy bien a quién encierra.
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