Javier F. Ferrero
Pedro Sánchez dijo lo que muchos pensamos desde hace meses: que Israel actúa como un Estado genocida. Y lo dijo, por fin, en sede parlamentaria. No en un pasillo, no en una entrevista amable, no con rodeos diplomáticos. Lo dijo claro: “No comerciamos con un Estado genocida”, (aunque esto daría para otro análisis diferente).
Y entonces pasó lo que pasa siempre que alguien llama a las cosas por su nombre en política internacional: el problema no fue la masacre, sino la palabra.
No fueron los 35.000 muertos en Gaza.
No fue el uso del hambre como arma de guerra.
No fueron los hospitales arrasados, los niños enterrados vivos, las madres abrazando cadáveres.
Fue que alguien lo dijera.
La maquinaria diplomática israelí tardó horas en reaccionar: convocaron a la embajadora española en Jerusalén para una “amonestación”. Como si decir la verdad fuera una ofensa más grave que cometer crímenes de guerra.
Esto no va solo de Sánchez, va de lo que molesta y lo que no.
Molesta que lo digas. No que lo hagan.
Vivimos en un mundo donde nombrar el horror es peor que ejecutarlo. Donde la hipocresía tiene más poder que la justicia. Donde llamar “genocida” a un Estado que ha bombardeado 182 escuelas de la ONU es “una provocación”, pero enviar armas a ese mismo Estado es “normalidad diplomática”.
A veces parece que si Israel no existiera, Occidente tendría que inventarlo.
Un Estado al que se le permite todo. Que actúa como víctima mientras juega el papel de verdugo. Que coloniza y bombardea con una narrativa de defensa, y que ha logrado que la verdad parezca antisemitismo.
No lo es.
Nombrar un genocidio no es odio, es memoria.
Es historia.
Es conciencia.
Hace semanas, el Gobierno español canceló un contrato de 6,6 millones en balas con una empresa israelí. Una victoria de los movimientos sociales, del BDS, de la presión desde abajo. Israel, por supuesto, lo condenó.
¿De verdad alguien cree que lo escandaloso es dejar de comprar balas a un Estado que está matando civiles?
Pero claro, la diplomacia tiene sus tiempos y sus líneas rojas. Puedes condenar las muertes, sí. Pero no puedes llamar genocidio al genocidio. Eso rompe el consenso. Eso molesta en Bruselas, en Washington, en la OTAN, en el IBEX.
Eso genera titulares.
Y sin embargo, alguien tenía que decirlo.
Ahora bien, esto tampoco va de aplaudir. Porque una frase no basta. Porque Sánchez sigue sin romper relaciones, sin aplicar un embargo militar total, sin liderar en la UE una respuesta que esté a la altura del crimen.
Las palabras sin coherencia también matan.
No se trata de heroicidad, sino de decencia.
No se trata de ser más valientes que nadie, sino de no ser cómplices.
España no puede seguir financiando la maquinaria de la ocupación israelí. Ni directa ni indirectamente.
Ni con contratos, ni con silencios, ni con fotos en Tel Aviv.
Es un deber político.
Un imperativo ético.
Y una señal, al fin, de que algo se está resquebrajando.
Porque el muro de impunidad no lo va a tirar un tuit.
Pero a veces, basta con una palabra para empezar a hacerlo caer.
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