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Para la periodista filipina Inday Espina-Varona cada día es una lucha contra el miedo

Desde la llegada a la presidencia de Rodrigo Duterte en Filipinas en 2016, la sociedad civil enfrenta un ambiente hostil. Muertes, arrestos, amenazas e intimidación de activistas y críticos al Gobierno a menudo quedan impunes. Según Naciones Unidas, la denigración del desacuerdo está “cada vez más institucionalizada […] y normalizada […] con vías que difícilmente serán reversibles”.

La represión contra medios y periodistas independientes también ha sido implacable. Los ataques y amenazas a periodistas, el empleo de ejércitos de troles y bots virtuales, especialmente durante la pandemia de COVID-19, han contribuido a la autocensura, con el consiguiente efecto disuasorio en el mundo de la comunicación y el público en general.

Una táctica cada vez más usada por el Gobierno para colocar en el punto de mira a activistas y periodistas consiste en calificarlos de “terroristas” o “fachada comunista”, en particular a quienes han criticado la mortífera “guerra contra las drogas” de Duterte, que ha dejado miles de muertos. Debido a esta práctica, conocida en Filipinas como “etiquetado rojo”, los activistas corren un grave riesgo de convertirse en objetivos del Estado y las milicias progubernamentales. A algunas de las personas señaladas la han matado, mientras otras han recibido amenazas de muerte o han sufrido acoso sexual en mensajes privados o en redes sociales.

La impunidad generalizada implica que no se asume responsabilidad por los ataques contra activistas y periodistas. Los tribunales filipinos no han hecho justicia y la sociedad civil está pidiendo una investigación independiente de estas graves violaciones.

La periodista filipina Inday Espina-Varona cuenta su historia.

“Callar sería rendirme a la tiranía”

El sonido del cuenco tibetano y del agua que fluye se transformaron en un estridente silbido la noche en que docenas de mis amigos circularon preocupados una publicación de Facebook con mi cara, cuyo encabezado proclamaba que había estado pasando información a las guerrillas comunistas.

Vieja harpía, bruja menopáusica, persona “de sexualidad confundida”: todo eso me han llamado en las redes sociales. Los troles suelen pedir que me arresten por comunista. Pero el ataque del 4 de junio de 2020 fue diferente. Una página anónima de derechas de Facebook me acusó de terrorismo, de usar mi acceso a la información y la cobertura mediática para pasar datos militares delicados y confidenciales a los rebeldes.

Esa noche apenas cené un par de cucharadas. Mi estómago parecía un saco donde una corriente maligna agitaba una docena de piedras. A pesar toda mi colección de música zen, de usar muchos aceites relajantes y de pasarme horas mirando las estrellas, no podía dormir.

Al día siguiente empezó el acoso de desconocidos en Messenger. Uno preguntó cómo me sentía siendo “la musa de terroristas”. Otro dijo: “Maghanda ka na bruha na terorista” (“Prepárate, bruja terrorista”). Un tercero deseó, en tono vulgar, que fuera la primera en recibir un tiro en la vagina, como el presidente Duterte había dicho que los soldados tenían que hacer con las rebeldes.

Tengo 57 años, he sobrevivido al cáncer y tengo problemas de espalda crónicos. No merodeo por ahí de noche, no hago marchas a campo traviesa, ni siquiera informo sobre el Ejército. Pero pasé semanas sintiéndome como un blanco en un campo de tiro. Cuando iba de pasajera en un coche, en vez de navegar con el móvil miraba en los retrovisores para vigilar las motos con dos ocupantes, que suelen mencionarse en las noticias sobre asesinatos.

Percibía la gravedad de la amenaza: no era un ataque a las ideas o las palabras; me acusaban de actos por lo que podía ir a la cárcel o algo peor, y algunos oficiales del Ejército lo estaban difundiendo.

No es extraño: el gobierno actual no pierde el tiempo con sutilezas y usa el comodín de “comunista” para cualquier amenaza a Filipinas. Casi 300 disidentes han muerto a manos de grupos anónimos, y los ataques generalmente se dieron tras campañas de “etiquetado rojo”. También han asesinado a 19 periodistas desde que Duterte asumió el poder en 2016.

Periodistas, juristas, defensores de las libertades civiles e internautas señalaron la mentira. Docenas de personas denunciaron la publicación; yo misma la denuncié. Todos recibimos una respuesta automática: no violaba las normas comunitarias de Facebook.

Parece una tontería discutir con un sistema automatizado, pero reuní pruebas antes de ponerme en contacto con los directivos de Facebook. Cuando me insultan en Facebook o Twitter suelo contestar con un emoji sonriente y bloqueando a la persona, pero las amenazas son otra cosa.

Dimos con el autor de “Ya veremos lo valiente que eres cuando lleguemos a tu calle”, un filipino licenciado en Criminología que trabajaba en un bar japonés. Se disculpó y lo borró.

Cuando comprobé si Duterte había culpado genéricamente al uso de drogas por las violaciones, dijeron que deberían castigarme con la violación de mi hija por “defender a los adictos”.

“Así aprenderías”, decía el mensaje de una cuenta que no presentaba signos de vida. Otro dijo que vendría a violarme. Las dos cuentas tenían las mismas características y estaban relacionadas con otras parecidas. Facebook las canceló, e también la publicación y la página acerca de la periodista que les pasaba información a los rebeldes.

La presión pública para eliminar selectivamente la producción de las granjas de troles ha reducido la incidencia de mensajes de odio, pero siguen proliferando páginas anónimas dedicadas al “etiquetado rojo”, mientras los oficiales y las cuentas de la Policía y el Ejército difunden sus publicaciones.

Es más, se descubrió que había oficiales detrás de esas páginas. Cuando Facebook canceló recientemente varias cuentas relacionadas con las Fuerzas Armadas hubo reacciones airadas entre los funcionarios gubernamentales, que lanzaron falsas acusaciones de “ataques a la libertad de expresión”.

Este comportamiento muestra el nexo que hay en Filipinas entre los actos y las plataformas oficiales y no oficiales. Tal vez la campaña empiece con desinformación en las redes sociales y luego toma la posta el Gobierno, o quizá este lleve la iniciativa con un pronunciamiento oficial que después circula y consigue más repercusión en las redes.

Hemos presentado quejas oficiales contra algunos funcionarios gubernamentales, incluidos los que se ocupan del principal grupo de trabajo de contrainsurgencia, pero la justicia es lenta. Mientras, intento respirar profundamente y tomar precauciones.

Los funcionarios descartan que estos ataques incesantes tengan un “efecto disuasorio”: los filipinos en general, y los periodistas en particular,  no se muerden la lengua. Pero correr riesgos por ejercer nuestro derecho a la libertad de prensa y de expresión no implica que el Gobierno respete dichos derechos.

Hace dos años, la periodista Patricia Evangelista, del portal de noticias Rappler, preguntó a un pequeño grupo de colegas qué podría hacernos callar.

“Nada”, fue la respuesta unánime.

Y así, cada día me enfrento al miedo. Debo hacerlo; callar sería rendirse ante la tiranía y eso no pasará mientras yo esté presente.

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