María Ángeles Molpeceres y Berta Chulvi Ferriols

Noticias falsas, hechos alternativos o –por llamarlo de modo más tradicional– sencillamente mentiras: estos términos se han hecho omnipresentes en cualquier análisis del discurso político.

Paralelamente, hemos asistido en los últimos años a una auténtica explosión de servicios profesionales de verificación, esto es, servicios cuya misión es contrastar las afirmaciones de los políticos con la evidencia disponible. Sin ir más lejos, The fact checker –el servicio de verificación del Washington Post– tiene registradas, y a disposición de cualquiera, 30 573 afirmaciones falsas o engañosas de Donald Trump en cuatro años de presidencia: un impresionante promedio de más de veinte mentiras diarias.

No obstante, Trump recibió más de 72 millones de votos en las elecciones presidenciales del pasado noviembre, diez millones de votos más que en las elecciones de 2016. ¿Qué está pasando? ¿Cómo puede ser que la práctica ordinaria de la mentira, a un nivel tan escandaloso, no penalice en absoluto el respaldo electoral de un político? ¿Es que a la ciudadanía nos gusta que los políticos nos mientan y nos engañen?

Los líderes políticos probablemente han mentido siempre para alcanzar el poder y salvaguardar sus intereses. Esas mentiras han sido a veces pequeñas, a veces medianas y a veces grandes mentiras, dependiendo de su grado de ruptura con el ‘tejido de la realidad’, en palabras de Hannah Arendt.

En España, por ejemplo, tenemos el recuerdo relativamente reciente de la cobertura informativa que el gobierno de José María Aznar organizó sobre los atentados de Atocha con la esperanza de hacer creer al público, al menos hasta el día de las elecciones, que la autoría de los atentados era de ETA cuando sus propias fuerzas policiales disponían ya de información que apuntaba al terrorismo islamista.

Lo sorprendente no es que los políticos mientan, oculten o falseen información. Lo novedoso –y, por consiguiente, lo que merece un análisis– es que dichas mentiras, aun cuando se desvelen como tales, hoy en día no parecen ser castigadas por el electorado.

La gestión informativa de Ángel Acebes muy probablemente le costó al Partido Popular las elecciones generales del 14 de marzo de 2004. Hace seis meses, en cambio, una estrategia similar le proporcionó a Donald Trump un rédito electoral de diez millones de votos, a pesar de lo mucho que se han generalizado y profesionalizado en estos quince años los servicios de fact-checking.

Se diría que la política del siglo XXI ha logrado crear una atmósfera donde la realidad es irrelevante y la mentira ya no provoca la indignación moral de la ciudadanía. Pero ¿cómo es posible crear esa atmósfera en que la mentira ya no importa? La psicología social nos da algunas claves para comprenderlo.

Hechos, opiniones y complejidad informativa

La psicología social clásica señaló hace ya mucho que las personas nos representamos las cuestiones que se nos plantean de dos formas principales: como juicios de hecho o como juicios de opinión.

Las primeras –juicios de hecho– son aquellas cuestiones que consideramos ‘objetivas’ y entendemos que existe un criterio empírico con el cual contrastarlas: por ejemplo, si es más extenso el territorio de España o de Suecia.

Las segundas –juicios de opinión– son cuestiones que consideramos ‘subjetivas’, y en las cuales el criterio de contraste es necesariamente consensual y dependiente de las opiniones de otras personas: por ejemplo, si es más bonita Barcelona que Estocolmo.

Es importante resaltar que la noción misma de mentira solo tiene sentido en el primer marco mental, el de los juicios que nos representamos como ‘objetivos’: mentir es afirmar algo que se sabe contrario a la evidencia empírica, no discrepar de la opinión de una mayoría social.

El debate político continuamente maneja ambos tipos de cuestiones, y en muchas de ellas no está clara la frontera entre estas dos categorías que tan obvias parecen a nuestro sentido común.

Parecería que el cálculo del PIB de un país es una cuestión ‘objetiva’ pero hay un debate continuo sobre cómo debe calcularse esa magnitud que conduce a resultados distintos. Parecería que la mayor o menor belleza de un territorio es una cuestión subjetiva, pero las instituciones se pasan la vida valorando la calidad del patrimonio natural y cultural. Los líderes políticos son conscientes de esa ambigüedad e indefinición en la naturaleza de las cuestiones a debate, la ciudadanía con frecuencia no repara en ella.

Además, la información que se maneja en nuestras sociedades postindustriales complejas desborda con mucho las capacidades de verificación de cada individuo: aun cuando el cálculo del PIB o de la tasa de desempleo fuesen cuestiones enteramente empíricas y ‘objetivas’, no sabríamos cómo calcularlos.

Eso hace que, en última instancia, incluso para verificar las cuestiones ‘de hecho’ dependamos de la opinión de otras personas: los expertos, aquellos que tienen acceso al criterio y a la información necesaria para verificar las afirmaciones que se hacen.

La ruta central y la ruta periférica

La complejidad informativa tiene, además, otra consecuencia crucial, y es que las personas no solo carecemos de la capacidad, sino también de la motivación suficiente para evaluar cuidadosamente todo aquello que escuchamos: a menudo pensar tanto no nos compensa, y recurrimos a un procesamiento basado en reglas simples de decisión, lo que en cognición social se conoce como procesamiento heurístico.

Esas reglas de decisión son diferentes dependiendo de cómo nos representemos la cuestión. Si se trata de una cuestión ‘objetiva’, pensaremos que tiene más probabilidades de ser correcto lo que coincide con los datos, y entonces el contraste con la evidencia que nos proporcionan todas esas herramientas de verificación puede ser un criterio válido. Si se trata de una cuestión ‘subjetiva’, pensaremos que tiene más probabilidades de ser correcto lo que opina la mayoría de las personas afines a mí, y entonces el criterio válido será qué afirma mi propio grupo.

La representación de la escena política

El marco arriba esbozado nos permite entender un poco mejor lo que está pasando en la política actual. Si nos representáramos la política como el arte de dar respuestas congruentes con la realidad empírica, la verdad y el conocimiento experto serían criterios cruciales de decisión. Pero la escena política, en las últimas décadas, se ha convertido en un espectáculo que se parece mucho a una liga deportiva en la que compiten distintos equipos y muy poco a un debate sobre cuál es la mejor respuesta a los problemas de la ciudadanía.

En este marco, el criterio del contraste con los datos no es relevante, y el criterio de validación que funciona es qué afirma mi propio grupo. De ahí que observemos con sorpresa el poco efecto que tiene la evidencia para persuadir al electorado.

La paradoja es que quienes ocupan la arena política –partidos y medios de comunicación– siguen organizando su discurso como si la batalla se estuviera jugando en el terreno de las cuestiones empíricas: acusan de mentir a sus oponentes y presentan sus afirmaciones como ‘la verdad’. Es mera retórica. En el fondo, saben bien que el electorado hace tiempo que funciona en otro marco: el de la competición entre identidades y grupos sociales, donde el criterio de verdad no es la verificación empírica, sino quién dice qué.

María Ángeles Molpeceres y Berta Chulvi Ferriols – The Conversation

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