Hace unas semanas, en una charla en el marco del Festival Internacional de literatura de Castilla y León (FILE) sobre el papel tan relevante que tuvieron las mujeres en la prensa desde mediados del siglo XIX, se llamó la atención sobre la necesidad de incluir esos nombres en los índices de los libros de texto junto a los de sus contemporáneos.
El interés investigador por el papel de las mujeres en la literatura y en la comunicación está cogiendo un fuerte impulso en numerosos ámbitos académicos, pero no siempre se termina afianzado dentro de las aulas.
El docente debe demostrar al alumnado que la comunicación en todos los ámbitos solo es posible si se parte de un buen y gran conocimiento de nuestra lengua y, en consecuencia, de un estudio de la literatura. Esta idea central, origen y fin de la propia asignatura, no encaja hoy en día con el concepto de comunicación que las nuevas tecnologías y las nuevas generaciones tienen.
Sin embargo, es justo por cómo es ahora la interacción comunicativa que se hace más perentorio analizar el contenido y el proceso de enseñanza-aprendizaje de la lengua y la literatura. Recordando unas palabras del filósofo Roland Barthes cuando le preguntaron si se puede enseñar literatura, él contestó que “solo hay que enseñar eso”. Pues eso.
Un nuevo catálogo
La literatura es el reflejo de una sociedad que no puede entenderse desde una sola perspectiva, ya que la historia no se puede concebir como un todo si no son atendidas todas las voces: la de los hombres, que dirigían, organizaban y escribían desde los púlpitos públicos de la política, la empresa y la prensa; y la de las mujeres, que comenzaron a salir del espacio doméstico para ser escuchadas.
Si queremos afianzar el papel de la mujer en la sociedad actual debemos enseñar el que tuvieron en épocas y sociedades no tan lejanas ni en el tiempo, ni en el espacio. El primer paso a dar para rectificar esta ausencia debería ser incluirlas en el currículo, ampliando el canon literario y poniendo nombre a las voces que en su época fueron muy conocidas y reconocidas.
Cuando se estudia la presencia femenina en la literatura lo primero que sorprende es la numerosa nómina de poetas, novelistas, articulistas o cuentistas que existió, principalmente, a partir de mediados del siglo XIX. En esta prospección hay muchos nombres desconocidos, aunque otros no lo son tanto gracias a esa historia de la literatura que escribieron y que aún perdura como referencia académica.
En esos años de explosión intelectual en el ámbito hispánico, la presencia de la mujer a nivel social y académico fue muy destacada, por lo que su olvido es todavía más incompresible. Es más, no solo deberíamos hablar de España, sino que la escritura femenina en América era y es también muy activa. Quizá, de entrada, deberíamos cambiar el término “castellana” por el de “en español”.
De la biblioteca al aula
En la literatura, ese corpus está formado por grandes figuras de las letras que de alguna manera cambiaron o contaron algo que marcó la diferencia con respecto a sus contemporáneos o a sus predecesores. Entonces, ¿cómo no incluir en ese cambio revolucionario a la primera mujer que escribió en una revista o qué publicó un libro o que fue a dar una conferencia a un ateneo?
En ese repertorio también se incluyen a aquellos que por su calidad y por su uso estético de la lengua pasaron a ser conocidos y reconocidos no solo por el mundo erudito. Es cierto que algunas de las publicaciones de estas mujeres no hubieran pasado a la posteridad por su relevancia poética pero no las excluyamos por el hecho de ser mujer. Pero ¿a cuántos autores de los que aparecen en los libros de textos no los eliminaríamos hoy en día de un plumazo? ¿De cuántos no pondríamos en entredicho su calidad literaria si no fuera porque, precisamente, aparecen en ese canon? Desempolvemos un poco la biblioteca curricular y seamos valientes como docentes y como lectores. Hagamos una crítica sobre su valor literario pero no sobre su empeño por ser escuchadas.
Cuando explicamos literatura en clase nos centramos en lo que currículos, editoriales y mercados nos plantean: en teoría, textos autorizados. Es decir, los libros de textos marcan la pauta general del qué y del cómo. Al igual que sucede en otras asignaturas, las líneas marcadas a veces impiden salirnos del camino y coger atajos: la consecución de una programación y de una evaluación en horarios precisos hacen que el docente tenga poco tiempo para descubrir al alumnado lo que se queda entre líneas. Y se queda mucho. Hemos convertido inconscientemente a estos manuales en otros cánones: revisémoslos con mayor detenimiento puesto que estos sí que son fuente directa de conocimiento.
Las aulas deben reflejar la sociedad y su realidad inmediata, pero no están para establecer dogmatismos ni predicamentos; ante la pluralidad del muestreo es como podemos enseñar a elegir. Eduquemos mostrando la igualdad y el reconocimiento que ya existió en algunos casos mucho tiempo atrás. La educación y la enseñanza debe ser esto, no otra cosa.