Reyes Calderón
“Hay que ser absolutamente moderno”, escribía Rimbaud, en 1873. ¿Cómo no serlo hoy, en el mundo líquido de Internet, donde hemos ahogado toda categoría tradicional de territorio, propiedad o identidad? Puesto que, como científico y docente, deseo ser moderna sopeso afiliarme a STEM, que no es un nuevo deporte, sino las siglas de la asociación de las más hard de las ciencias: Science, Technology, Engineering & Mathematics (ciencias, tecnología, ingenierías y matemáticas).
Algunos diseñadores de políticas educativas de vanguardia y la avanzadilla científica más disruptiva están intentando convencerme de que investigar y enseñar en STEM resulta mucho más útil para la sociedad que hacerlo en Social Science & Humanities, (SSH), ciencias (sociales y humanísticas) simplemente soft.
¿Acaso no es preferible dedicar más tiempo, esfuerzo y presupuesto a la biología sintética, que solucionará la enfermedad del envejecimiento, que al análisis sociológico de las consecuencias de la inmortalidad?
¡Avancemos en la buena dirección y desarrollaremos un catálogo de títulos, competencias y destrezas adaptativas para la meta-educación!
En aras del progreso, me recomiendan investigar, en el nuevo esperanto STEM, desde ciencias precisas, eficientes, medibles y en la vanguardia de la tecnología y arrinconar la subjetividad cualitativa de la ciencia degenerada escrita a lápiz, en bellas e inútiles palabras. Porque no basta definir triángulo, en cuanto entrar en las propiedades geométricas y de medición asociadas a cualquier triángulo, la palabra debe decaer en beneficio de diagramas, árboles, experimentación, autorregulación y feedback permanente.
Borges, no, cineastas, sí
Debemos elaborar materiales educativos nuevos, consensuar una lista de key skills, preparar profesores, y definir un entorno cultural adecuado. Siguiendo un artículo reciente, la asociación apuesta por la cultura hip-hop. Confieso mis carencias para rapear cadenas de Markov, pero lo intentaré.
¿Qué pasará con las ciencias soft en ese escenario? Bradbury apunta una solución en “Fahrenheit 451”: ¡Quememos los libros que predican fantasías y desvían del objetivo! ¡Pongamos a latinistas, teólogos, antropólogos, novelistas y a todos los que se resisten a la modernización a trabajar por el bienestar! ¡Reeduquémosles!
¿Necesita un niño conocer a Séneca, Napoleón o Borges?, ¿precisa memorizar teniendo un teléfono inteligente en el bolsillo? ¿Y qué me dicen de investigar el universo Kandinsky? Su resultado puede satisfacer nuestra curiosidad intelectual pero es conocimiento inútil: no ofrece soluciones reales para problemas auténticos. Me permito sugerirles que conserven a los cineastas: la gente necesita recargar sus baterías pasando muchas horas ante una pantalla y hay que darles de comer.
Nada nuevo bajo el sol
Me viene a la cabeza el dicho del Eclesiastés Nihil novum sub sole (Nada nuevo bajo el sol) y pido confirmación de que esto es absolutamente moderno. Porque la contienda STEM-SSH recuerda al viejo debate entre culturas científica y humanística.
Como disciplina, la ingeniería hace años que aplica conocimiento científico y computación matemática al diseño de procesos o productos para resolver problemas emergentes. ¿Por qué renace como un Fénix? Responden, y estoy de acuerdo, que “la clave está en la T”. Es la incorporación al viejo mundo hard de la más avanzada versión exponencial del antiguo player, la tecnología, la que consigue un equipo ganador.
Es la T, esa gran habilitadora, la que carga de razón a las ciencias hard y provoca una oleada de cambios en hábitos, comportamientos, profesiones o liderazgo industrial. Así como las pantallas son hoy e-fingers, una extensión de nuestros dedos, que nos capacitan para tocar el mundo inmaterial y lejano, en breve será el nivel de capital STEM el que determinará el estatus futuro de un país.
Como científica, me veo obligada a preguntar dónde se cimenta la presumida superioridad STEM.
Responden que en trabajar para grandes audiencias y testar la aplicabilidad de las teorías y la usabilidad de los productos. En poner el foco en el consumidor, valorar la data y buscar leyes universales, porque lo que no puede escalarse es inútil. Por sus problemas de foco y contextos tan fragmentados, los soft padecen rigor mortis. Lo muestran con este ejemplo: como no estudian desigualdad sino la desigualdad en el campo andaluz en 2010, no pueden diseminar sus resultados a otras audiencias para crear nuevo conocimiento. Por ello, el número de patentes SSH es ínfimo respecto a sus homólogas STEM.
El hombre y la máquina
Cuando alguien promete la inmortalidad —y son formidables las expectativas creadas alrededor de la inteligencia artificial y el dato— cualquier otra propuesta queda eclipsada. Pero, además, las SSH omiten mirar a las empresas y colectivos para identificar sus problemas regionales y ayudar a solucionarlos, y se centran en asuntos irrelevantes, desconectados de consumo y bienestar.
¿Cuánto mejorará el PIB, la desigualdad o la vida media estudiando si fue el propio Cervantes quien escribió El Quijote? ¿A quién interesa su autoría fuera de la pequeña audiencia de académicos? Antaño Sócrates hablaba en plazas y mercados, con consecuencias políticas. Hoy están encerrados en cenáculos, enredándose en sus propios debates.
En 1917, Marcel Duchamp firmó un urinario de porcelana con el pseudónimo R. Mutt, lo llamó Fuente y lo envió a la exposición de la sociedad de artistas independientes, de cuyo jurado formaba parte. Lo tomaron como una broma de mal gusto. En 2004, quinientos expertos declararon ese mingitorio la obra más influyente del arte contemporáneo. ¿Pudo ese ready-made ser un motín contra la “religión del arte” y sus “sacerdotes oficiales”, que debamos reeditar hoy?
Si el futuro que previsiblemente viene nos acercará a la ortopedización de la naturaleza y la eliminación de fronteras entre lo real y lo virtual o entre el hombre y la máquina; si vamos a verter nuestra mente, a modo de software, en una máquina que nos conducirá a la inmortalidad, ¿debemos seguir discutiendo cómo educar a las crías de humanos?
¡Ah, lo STEM es tan fascinante y tan potente su rodillo científico que estoy tentada a perder la independencia de mi pensamiento moral y caer en sus redes! Pero sé que lo absolutamente moderno no es necesariamente correcto, completo o definitivamente útil. De modo que me veo obligada a seguir discutiendo, a pedir sus métricas de valor social y sus datos, porque los artículos que leo, si bien muestran diferencias materiales y de usabilidad entre STEM y SSH, no aportan evidencias sobre una menor utilidad social de las segundas.
Los impactos de la investigación STEM pueden ser más tangibles, contabilizables y cercanos a los negocios, pero eso no les hace más valiosos. Además, ¿por qué pintar STEM y SSH como opuestos o excluyentes? ¡Para el humanismo, la ciencia no es el enemigo! Ni viceversa. El uso intencionado de procedimientos, valores y criterios; la modelización mediante herramientas matemáticas o computacionales; la estandarización, escalabilidad o simplificación hacen más eficiente la ardua tarea de vivir. Pero es de miopes, o de interesados que buscan maniobras de distracción, obviar que la eficiencia no es el único elemento. Como recuerda George Lucas: “Las ciencias nos proporcionan el cómo; las humanidades, el porqué”.
¿Tienen utilidad las humanidades?
Vayamos al meollo. ¿Tienen utilidad las SSH? Si prescindiéramos de ellas, ¿qué perderíamos?
Inicialmente, tendríamos un impacto negativo en términos de generación y difusión de conocimiento, empleo, contribución al PIB, ingresos fiscales y etcétera, y de valor intrínseco: seis millones de personas contemplan anualmente el retrato de Mona Lisa, la obra más visitada del mundo.
Leonardo da Vinci desconocía que su arte, además de dar placer a la gente, mejoraría las cuentas del estado francés. Los arqueólogos nos acaban de presentar al Homo luzonensis, del Pleistoceno tardío.
Tres aspectos proclaman la pertenencia de unos restos a la categoría homo: uno –herramientas–, más STEM; los otros dos –enterramientos y arte–, más SSH. Una herramienta es directamente útil: mejora el alimento y la supervivencia; enterrar a un muerto o pintar la cueva parecen inútiles, pero es precisamente esa inutilidad la que genera esa sensación de pertenencia indispensable para el progreso y para hacernos pensar en útiles sistemas de lograr la inmortalidad.
Y hay más. Desde la larga tradición platónica, pienso en la felicidad colectiva y el bien común, muy distinto del interés general. Solo con STEM no podemos formularnos las preguntas adecuadas, casi más importantes que las respuestas eficientes.
Esperamos pasos de gigante, pero, como recuerda Hannah Arendt en “The Human Condition”, “la única cuestión que se plantea es si queremos o no emplear nuestros conocimientos científicos y técnicos en este sentido, y tal cuestión no puede decidirse por medios científicos: se trata de un problema político de primer orden, por lo tanto, no cabe dejarlo a la decisión de los científicos o políticos profesionales”.
En su conclusión a “Sapiens”, Harari abunda: “¿En qué deseamos convertirnos?… Puesto que pronto podremos manipular también nuestros deseos,… ¿qué queremos desear?”, pregunta irresoluble con metodología STEM.
Diré con Nietszche, somos “humanos, demasiado humanos”, es decir, complejos. Los sistemas complejos tienen como peculiaridad que, como resultado de la interacción de sus componentes, en cuanto totalidad organizada, de ellos surgen espontáneamente propiedades emergentes. Eso es bueno y malo a la vez. Malo porque, en nuestro espacio-tiempo, nos acechan los demonios de la relatividad, la transitoriedad o lo probabilístico.
Heidegger recuerda que la realidad estadística implica que percibimos “una realidad entre muchas posibles”; Wagensberg que, basta con que un elemento no sea predecible, para que “el mundo sea indeterminista”.
Esto perturba nuestra ansia de exactitud, pero nos abre a un futuro prometedor: no enfrentarnos a la relatividad del punto de vista, que no es pérdida de objetividad sino una de sus categorías. De la existencia de varias miradas simultáneas mana la innovación pero nos obliga a acordar un meditado contrato social.
Una visión a largo plazo guiada por valores es prerrequisito para generar una nueva historia que reduzca la insostenibilidad.
Sin una reflexión científica completa, STEM-SSH, el dogma se infiltrará en nuestro ideario abocándonos a un sectarismo global.
Debemos evitarlo a toda costa. En “The Common Sense of Science”, el matemático Bronowsky escribe sobre Auschwitz: “De ese charco fluyeron las cenizas de cuatro millones de personas. Y no fue por el gas. Fue por el dogma. Fue por la ignorancia. Cuando la gente cree que tiene el conocimiento absoluto, sin ninguna verificación con la realidad, así es como se comporta”.
No estoy sosteniendo que una élite intelectual humanista –la “minoría instruida” de J.S. Mill– tutele las decisiones de la mayoría objetiva. Tampoco apelo al aguijón socrático, aunque creo que el mundo necesitará ser provocado para despertar. Recuerdo que profesar una neutralidad ética nos aboca a un tipo de esclavitud intelectual, y educar desde esa neutralidad a un panorama hobbessiano.
Nuestra democracia, marco institucional y contrato social, no pasa por su mejor momento. Está famélica. No la alimentarán las pantallas sino la mirada crítica sobre la tradición, la comprensión del sufrimiento ajeno, el acercamiento al complejo mundo de la religión, las raíces de la tolerancia, la responsabilidad y la ley. Por ello, debemos exponernos, en alguna forma y medida, a las ciencias SSH y a la palabra, no por erudición sino por supervivencia: necesitamos entrenamiento para la ciudadanía; valentía para disentir, más que arte para chillar. Un científico global necesita agile y arte.
Cultivo dos bonitas aficiones: escribo y pinto novelas, y desarrollo algoritmos con redes neuronales artificiales. Son dos tipos de órdenes que casan a la perfección. Programar en Phyton me recuerda al arte de utilizar los colores; desarrollar algoritmos, a escribir para llevar al lector a un placentero final.
Punto de inflexión
“El color es misterioso”, sostiene Verity, “escapa a la definición; es una experiencia subjetiva, una sensación cerebral que depende de tres factores relacionados y esenciales: luz, un objeto y el observador”.
Hoy, con la luz de la tecnología impactando con intensidad inusitada, nuestra sociedad debe decidir qué catálogo de colores desea y cómo equilibrar sus exquisitas variaciones. Esa paleta, recuerda Kandinsky, “es en sí misma una obra más hermosa… que muchas obras”. La naturaleza es maestra en esa combinación; nosotros, no. Debemos detenernos en ella, en las preguntas que machaconamente nos recuerda la literatura, en las advertencias de los científicos sociales, para lograr una transformación digital verdaderamente humana.
Los tonos rojos, cuyo valor simbólico es el peligro, se ven mejor con luz. En nuestra paleta hay mucho rojo. Contemplar una cena familiar, con cada miembro atento a su pantalla y ajeno a con quién y qué come, es una bandera roja. La inteligencia artificial puede ser roja si así lo queremos. Soy de las que sostienen que en la historia surgen individuos-enzimas que hacen reaccionar a toda una sociedad. Einstein, Colón, Borges, Marx, Hitler… Sería difícil que alguno de ellos hubiera ocasionado un punto de inflexión fuera de su contexto porque desafiar exitosamente al sistema precisa un clima intelectual, una tensión social, además de tecnología. Las pantallas sin contrapunto no son un clima favorable para los Einstein, pero sí para los Hitler.
Apalancadas en la tecnología y dejadas a su aire, las ciencias STEM pueden convertirse en modos de dominación. Trabajando para el progreso, pueden saltarse el paso del hombre o de la historia. Necesitan integrar una armonía cromática. Pero si las ciencias sociales se encierran en sus cenáculos, sin resiliencia para absorber las perturbaciones de la era digital, solo ofrecerán una paleta para pintar naturaleza muerta. Innovarlas es posible y completamente necesario. Pero falta voluntad y sobra soberbia intelectual. Ven un ecosistema estático, reparable solo con sus medios. Se equivocan. Tanto como se equivocaron Nokia o Blackberry. Se creen color blanco. Puede sorprender, pero cuando hay varios pigmentos, lejos de purificar, el blanco apaga la mezcla.
Debemos seguir presionando para repensar las ciencias SSH porque ese cambio no será voluntario. Pero también para repensar las STEM. La matemática de cenáculo enturbia el color. Para que un algoritmo tenga vida hay que lograr que los colores hablen entre sí: que el técnico y el empresario se entiendan. Hace falta un poco de amarillo, color ambiguo, ambivalente: luz, oro, envidia; sabiduría para el Islam, traición para la tradición católica. Quizás solo un limón algo amargo: entender que no debemos hacer todo lo que se nos ocurra.
“A cada época, su arte; al arte, su libertad” que decía el Sezessionsstil vienés. Hoy más que nunca necesitamos un nuevo contrato social y un nuevo arte.
PD. No me admiten en la asociación.
La versión original de este artículo aparece publicada en el número 112 de la Revista Telos, de Fundación Telefónica.
Reyes Calderón, profesora de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, Universidad de Navarra