Elena Solis
Miembro de Ecologistas en Acción. Licenciada en derecho y Máster en Ecología Forense
Escondidos en el subsuelo del bosque hay laberintos secretos de organismos conectados entre sí. Estos kilométricos circuitos unen los árboles por medio de las raíces y los filamentos de los hongos que crecen debajo de las setas que vemos aparecer después de un día de lluvia[1]. A través de sus hilos conductores, los hongos suministran nitrato, fósforo o carbono a las especies que viven en la superficie y estos, a su vez, devuelven a los hongos azúcares provenientes de la fotosíntesis.
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Aún mas interesante es la capacidad de respuesta de estos ensamblajes vivientes en situaciones de crisis o emergencia, como un periodo de sequía o de alta contaminación. Como el servidor de una red cibernética, los hongos almacenan información sobre los árboles y plantas conectados a ellos y envían mas agua, nutrientes o carbono a los más necesitados o más jóvenes.
Parece que es así como nuestro planeta se ha formado y desarrollado. Es decir, gracias a la relación simbiótica y de mutua ayuda entre las especies, y no debido a la competencia entre los mismos, como argumenta el pensamiento darwiniano.
¿Y que nos aporta este ecosistema inteligente no humano?
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Cuando las relaciones entre los humanos están siendo gravemente interrumpidas, resulta muy difícil intercambiar recursos, ideas o sentimientos. El profundo aislamiento que muchos experimentamos nos desmotiva del intento de resistir el grave efecto que el modelo político-económico dominante está teniendo sobre nosotros.
El pensamiento ecológico es crítico con los actores interesados que desintegran nuestra sociedad y destruyen la base biológica que la sostiene y por ello nos invita a vivir, como los hongos micorrizogenos, no en competencia, sino en convergencia de intereses y necesidades, dentro de los límites de la naturaleza.
Sin embargo, para interaccionar con los demás, con los otros seres vivos, deben ser reparadas las conexiones neuronales de nuestro circuito, que, desde tiempos ancestrales, nos han vinculado a la naturaleza, pero que se han roto por falta de exposición directa al mundo natural. [2]
![](https://i.ibb.co/5rqv3kZ/Screenshot-20190905-105120-Drive.jpg)
Pero debemos entender que la naturaleza que tenemos delante es una naturaleza perturbada; es un mundo devastado por la explotación indiscriminada de recursos naturales, intoxicado y sujeto a la desinformación sistémica y la inestabilidad material. Y, aun así, nos dice Anna Tsing, no tememos más alternativa que “buscar la vida en las ruinas, en colaboración con otras especies” [3].
Este hongo se presenta no solo como una metáfora de la posibilidad de vida después de la destrucción, sino también como una afirmación de que esta nueva forma de vida, aunque precaria, solo es posible con la colaboración con los demás seres vivos; es lo que Tsing llama “supervivencia colaborativa”.
Como otros tipos de hongos micorrizos, la seta matsutake y los árboles que la albergan se nutren recíprocamente. Pero para Tsing, esta dependencia simbiótica, en el caso de la seta matsutake se extiende a los humanos que interactúan con ella. Por un lado, esta sólo crece en bosques sobre-explotados o destruidos por la mano del hombre y por otro, sus recolectores son en su mayoría inmigrantes sin techo ni papeles o veteranos de guerra inadaptados que dependen de la recolección estacional de estos preciados hongos para sobrevivir, no sólo económica sino también anímicamente, en las ruinas del capitalismo.
La cuestión es si en este estado global de precariedad e incertidumbre en que vivimos seremos capaces de crear un sistema de conexión, de “supervivencia colaborativa”, similar a los ecosistemas de estos hongos.
[1] Investigacion de Suzanne Simard.
[2] Kahn, P. H., Jr., & Hasbach, P. H. (2012). (Eds.). Ecopsychology: Science, totems, and the technological species. Cambridge, MA: MIT Press.
[3] Tsing, Anna: The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of Life in the Capitalism Ruins (2015) Princeton University Press.