La cuestión de la “desinformación” ha vuelto al disparadero mediático y político después de que el CIS preguntara acerca de la pertinencia de controlar la información pública relacionada con la COVID-19. El 66,7% se mostró a favor. A pesar de la polémica que ha generado la pregunta, ni la inclusión de la misma en un estudio como este ni los resultados son particularmente sorprendentes.
El barómetro especial de abril del CIS contiene multitud de preguntas relacionadas con la crisis de la COVID-19, como es normal dadas las circunstancias. La desinformación y la presencia de bulos en los medios se ha discutido con mucha frecuencia estos días, por lo que no debería resultar extraño que una de las preguntas de la encuesta aborde esta temática en concreto.
Los resultados del CIS confirman que en España, para determinados temas sensibles, como los bulos relacionados con la pandemia, un porcentaje importante de la población no respalda una intuición absolutista con respecto a la libertad de expresión.
Muchos creemos que nadie tiene siempre el derecho a priori a decir lo que quiera en cualquier medio, especialmente cuando se trata de información acerca de la COVID-19, que se sabe que es falsa, preparada y difundida de manera industrial con la intención de condicionar la agenda de algún actor político.
Las personas encuestadas se dicen favorables a la gestión de la información por fuentes oficiales (públicas), lo cual no quiere decir que estén a favor del control del gobierno. Solo la inveterada confusión entre ambos planos puede explicar el estupor de algunos críticos que proyectan en la pregunta lo que no existe.
En principio, nada impide que las fuentes públicas recojan la pluralidad de puntos de vista presentes en el debate y, además, la regulación de información no solo no limita las libertades individuales, en la medida en la que persigue desinformación deliberada por parte de oligopolios mediáticos, sino que puede servir para defender el derecho a recibir información veraz, recogido en la Constitución.
Publicaba hace unos días el jurista Miguel Pasquau Liaño un estupendo artículo acerca de la posibilidad de controlar legalmente las campañas de desinformación. El autor se centraba en el tipo de actuaciones legales que pueden llevarse a cabo contra los bulos. Su propuesta es que debe obligarse legalmente a quien difunde este tipo de información a rectificar y a eliminarla. En la misma línea se ha expresado el también jurista Joaquim Bosch.
Hay varias formas de discurso que están limitadas legalmente. En muchos países están penadas la incitación a las revueltas o a la violencia, se castigan las injurias y las calumnias o se persiguen los delitos de discurso de odio, producidos con la intención de dañar a un grupo discriminado. Si todas ellas fueran formas de censura, entonces llevaríamos conviviendo con la censura mucho tiempo en la mayor parte de las democracias del mundo.
La propuesta de Pasquau y de Bosch no es, por tanto, una violación aislada del absolutismo con respecto a la libertad de expresión. Pero, aunque simpaticemos con su propuesta, reducir el debate sobre la desinformación a la discusión sobre su persecución legal es problemático por distintos motivos:
Aunque los bulos dificultan la necesaria deliberación democrática acerca de la situación de emergencia en la que nos encontramos, son razonablemente fáciles de identificar, de perseguir y de eliminar, una vez que uno tiene los recursos técnicos para rastrear el origen y la difusión de los mismos y presta la necesaria atención a las circunstancias que hacen que la retractación sea posible.
Los mecanismos discursivos que fomentan la polarización, que nos hacen más y más impermeables a las razones de los otros, son variados y no siempre fáciles de identificar. Este tipo de polarización, la que nos hace más ciegos ante las razones de los demás, es particularmente problemática en contextos de crisis como el que vivimos. Dificulta la adopción de medidas por parte de las instituciones cuando estas necesitan desesperadamente actuar de manera decidida.
Cuando adquirimos la disposición permanente a cuestionar los hechos de quien no comparte nuestra identidad política, cuando sistemáticamente acusamos a sus fuentes de información de ser fuentes de “fake news”, no solo estamos generando confusión, también estamos fomentando la polarización a través de “desacuerdos cruzados”.
Un desacuerdo cruzado es una confrontación pública en la que cada interlocutor presenta la disputa de distintas formas. Con respecto al mismo tema, una parte debate sobre cómo son las cosas, otra sobre cómo deberían ser; una parte cree señalar evidencia indiscutible, otra cree que lo que está en cuestión es qué opción se debe tomar a partir de la evidencia aceptada.
Esto es algo que se aprecia bien en la situación actual: determinados críticos con el Gobierno de España aducen que las cosas estaban claras y que se debería haber actuado de un cierto modo. Se varía en lo que estaba claro: para unos que la epidemia era devastadora, para otros que tal o cual medida era absurda o insuficiente –todo ello sin olvidar a quienes reclamaban mirar fundamentalmente por la economía y asumir con fatalidad la plaga mortífera. Son cuestiones, de hecho, sobre las que se habla como si el observador fuera el espejo bien pulido que se limita a reflejar la realidad.
Determinados defensores del Gobierno responden diciendo que esa información debía ser confrontada con otras: la disposición social a aceptar ciertas medidas, la discusión abierta en la comunidad científica.
¿Quién lleva razón? Los primeros si creemos que la ciencia debe estar siempre al mando y, además, que ellos ya conocían cuál era la ciencia relevante. Los segundos si consideramos que esa ciencia no se conocía bien o si creemos que la aplicación de cualquier saber predictivo debe sopesarse por sus efectos sociales y los apoyos políticos que concita –lo prueba la existencia de modos diversos de hacer frente a la pandemia. Los primeros presentan la discusión como una cuestión puramente factual, los segundos la ven como indesligable de consideraciones normativas.
Con demasiada frecuencia asumimos que cualquier disputa puede resolverse apelando a la incompetencia o la falta de información de la otra parte.
Uno de los rasgos más preocupantes de la discusión pública acerca de las reacciones de las instituciones ante la pandemia es precisamente este. Concebimos el mundo como si solo cupiese un marco interpretativo legítimo –el nuestro– y como si el de nuestros contendientes fuese el fruto de la incompetencia o de la mentira preconcebida.
Si todo lo que somos capaces de hacer en este contexto es usar a nuestros expertos para desacreditar a los expertos del bando contrario, seremos incapaces de revertir la tendencia a la polarización. Y, por desgracia, los bulos serán entonces el menor de nuestros problemas.
Fuente: The Conversation.
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