La Justicia española lleva a juicio a 21 activistas, 12 años después de las protestas de 2012, mientras policías acusados de falsedad apenas enfrentan consecuencias.
El 25 de septiembre de 2012, miles de personas rodearon el Congreso de los Diputados en Madrid para exigir un cambio estructural en un país devastado por la crisis económica. Era un clamor contra el modelo político nacido del Régimen del 78. La respuesta del Estado fue contundente: más de 1.300 antidisturbios desplegados, 35 detenciones y decenas de heridos. Hoy, 12 años después, la justicia no juzga los abusos policiales, sino que pone en el banquillo a quienes se atrevieron a cuestionar el poder.
El macrojuicio que comienza este 18 de noviembre no solo busca condenar a 21 manifestantes, con penas que suman 112 años, sino también enviar un mensaje a quienes defienden los derechos colectivos. Según los abogados de los acusados, las dilaciones procesales han sido una herramienta de desgaste, tanto emocional como político, para disuadir futuras movilizaciones.
La criminalización de la protesta no es nueva en España. Sin embargo, el 25-S marcó un punto de inflexión. “Querían hacernos pasar por criminales para que nadie más se atreva a cuestionar al régimen”, explica Elena Martínez, una de las convocantes exoneradas en su momento. La estrategia estatal no se limita a los juzgados: la Ley Mordaza, aprobada poco después, institucionalizó el control y la vigilancia sobre quienes disienten.
Mientras tanto, denuncias documentadas de maltrato policial durante las detenciones y en los calabozos quedaron archivadas. Ángel García, uno de los acusados, relató cómo fue golpeado por antidisturbios y sufrió maltrato psicológico bajo custodia. “Nos tuvieron días sin dormir, con la luz encendida y sin dejarnos usar el baño”, recuerda. Estas prácticas, denunciadas incluso ante organismos europeos, siguen sin tener responsables en España.
EL DOBLE RASERO DE LA JUSTICIA: ACTIVISTAS CONTRA POLICÍAS
La narrativa oficial de aquel 25-S, alimentada por informes policiales, hablaba de manifestantes violentos atacando a las fuerzas del orden. Pero decenas de vídeos grabados por la ciudadanía cuentan otra historia: cargas indiscriminadas, detenciones arbitrarias y agentes de paisano infiltrados, algunos de los cuales acabaron siendo golpeados por sus propios compañeros. “Que soy compañero”, gritaba un policía para no recibir más porrazos de sus colegas.
Entre los acusados, el caso de Ángel García es paradigmático. Le imputan haber agredido a un agente con un palo, aunque no hay pruebas claras ni siquiera identificación del supuesto agredido. En contraste, tres policías enfrentan un juicio paralelo por haber acusado falsamente a una manifestante. Solo hay algo que impidió que la condenaran: existía un vídeo que desmontó la versión oficial.
La actuación policial no fue solo violenta, sino también premeditada. Más de una docena de unidades de antidisturbios de todo el país fueron desplegadas en Madrid, con órdenes claras de controlar a una población indignada. El objetivo no era garantizar la seguridad, sino defender un sistema político cada vez más cuestionado por sus propias fallas.
Mientras las y los manifestantes enfrentan penas de prisión, los abusos policiales han quedado impunes. “Si no hubiera pruebas documentales, como los vídeos, la versión policial sería la única aceptada”, asegura Ertlanz Ibarrondo, abogado de uno de los acusados. La Ley Mordaza intentó eliminar esta herramienta ciudadana, prohibiendo la grabación de agentes en sus funciones. Aunque algunos artículos fueron modificados, la cultura de la impunidad persiste.
Elena Martínez recuerda el despliegue policial como una demostración de fuerza para sofocar el descontento. “Se utilizó el miedo para intentar controlar un movimiento legítimo. Lo que buscan es que la gente deje de movilizarse por temor a represalias”, denuncia. Y ese temor es real: Ángel admite que desde entonces ha evitado participar en otras protestas por miedo a ser detenido de nuevo. El castigo no termina en la sentencia, sino que afecta a la capacidad de la ciudadanía de ejercer sus derechos.