Llevamos toda una vida escuchando a nuestros mayores decir: «Si te esfuerzas lo suficiente, lo lograrás» como una forma de motivarnos para alcanzar nuestros objetivos. Lejos de ser verdad y de que no siempre que se quiere se puede, la meritocracia y toda la cultura del esfuerzo han copado hasta los más mínimos detalles que hacen referencia a la dedicación cuando, por supuesto, existen medios. Pero, lamentablemente, son pocos los que realmente pueden si quieren por tener a su alcance las herramientas necesarias para lograrlo.
La base de la que parten es lo que evidentemente determina su futuro. Si bien es cierto, siempre existen casos y excepciones utilizadas para la justificación de su teoría: «un niño que vivía en un barrio pobre se ha hecho famoso por haber perseguido su sueño desde pequeño». Son unas cuantas las historias de carácter similar las que se toman como ejemplo por, precisamente, quienes siempre han podido porque papá y mamá les han aupado hasta lo más alto, ya sea con herencias, colegios privados en los que inflar la nota o un sinfín de ejemplos que perpetúan la desigualdad y que dejan al de menos recursos en una posición de inferioridad porque entiende que, después de haber pasado décadas escuchando que si no lo ha logrado es por la falta de esfuerzo y es su culpa y no de un sistema que eterniza la desigualdad de sus ciudadanos.
Detrás de la cultura del esfuerzo y la meritocracia
Ahora, bien, ¿qué hay detrás de un discurso que aglutina a todo un grupo de vividores de lo público con sueldos anuales que sobrepasan las cinco cifras y que defienden a capa y espada el trabajo de toda una vida cuando, en realidad, las conexiones y los favores son lo único que se han labrado durante todos esos años? El mantenimiento de su privilegio también requiere cierto desempeño. Defender que lo conseguido atiende al esfuerzo de toda una vida no es más que la excusa que les permite continuar disfrutando de un sistema que perpetúa la desigualdad. Se da a entender que existe la libertad de actuar libremente y de lograr los objetivos que cada uno se proponga como si la clase trabajadora no tuviera que enfrentar distintos problemas que el Estado no cubre y derechos que no son respetados durante años y que consumen tiempo, dinero y esfuerzo. Por ello, la necesidad de hacer creer que son merecedores de lo conseguido es sólo una forma de legitimar sus riquezas y alienar a quien aspira a ser como ellos.
Son muchos los compañeros de colegio e instituto que no pudieron continuar por diferentes razones directamente relacionadas a su nivel de renta y clase social. Compañeros que si hubieran tenido los medios que otros sí tenían hubieran llegado mucho más alto que aquellos mediocres que se dedicaban a mirar por encima por tener un mejor coche, un mejor teléfono o una vida más cómoda y sencilla. Niños que probablemente hoy estén ciegamente orgullosos del esfuerzo dedicado y realmente piensen que merecen todo lo que tienen y poseen mientras el que tuvo que abandonar la escuela para cuidar de sus hermanos pequeños sigue preguntándose por qué no se esforzó lo suficiente para poder tener una vida como la de su antiguo compañero de clase.
Años más tarde, y siguiendo de lejos y por redes sociales el camino de mis dos antiguos compañeros, la dignidad que acumula el que hoy trabaja en una carnicería es mucho mayor del que presume de su coche y que, además, achaca su «éxito» al esfuerzo propio y no a que el padre es un alto ejecutivo en una empresa internacional con una reputación no muy buena por el maltrato a sus trabajadores.
Todo el discurso que al final gira alrededor de aquellos que más capital acumulan gritando a los más pobres que deberían esforzarse más para conseguir lo mismo que ellos pretende, como venimos diciendo hasta ahora, mantener a los mismos en lo más alto y relegando a la clase trabajadora a una lucha continua para alterar el statu quo implantado desde hace años y que pretende mantenerse a través de la división e individualización de un sufrimiento que es colectivo. La clase trabajadora está condenada a la lucha para acabar con quien nos escupe en la cara mientras nos explota y dice que si no llegamos a ser como ellos es porque no nos esforzamos lo suficiente. Como si alguna vez hubiéramos querido serlo.