Articulaciones de la manos doloridas y espalda encorvada… Bombea la sangre sobre las sienes tras 12 horas de carrera sin más rumbo que la satisfacción de un comensal impávido. Retumban los gritos del dueño de turno que desearía recuperar la vieja costumbre del látigo.
«Aquí se sabe cuando se entra pero no cuando se sale, porque ya se sabe…», es una de las pocas condiciones y recursos de persuasión de los que se valen los gerentes de locales de alto copete ante la necesidad y búsqueda intrépida de una vida estable o un ascensor social, que solamente se construyó con el botón de la planta baja.
Este podría ser el relato de los años más largos de mi vida, pero no pretendo hacer una exposición individual de un problema tangible y extrapolable a tantos y tantos casos…
Bajo platos de último diseño y el auge de la innovación en el campo culinario, que nunca implica el descenso del hambre, por el contrario, ha significado la perpetuación de la precariedad laboral.
Previo a la pandemia una de Encuesta de Población Activa (EPA) ya se reflejaba que el sector «destaca por el volumen de las horas extraordinarias no pagadas y, sobre todo, porque durante los últimos cinco años estas incluso han superado a las remuneradas».
Esto solamente expone un ápice sumergido de la criminalidad de los tiburones que ahora lloran por no encontrar más presas. Quizá la pandemia dio fuerzas para huir, porque antes las bocanadas de aire se ahogaban en la temporalidad. Un tercio de los contratos, el 30-31%, de los firmados en los últimos tiempos en el sector responden a obra y servicio.
Todo ello guarnecido con la galantería de cara a la galería, propuestas empaquetadas con la falsa y presuntuosa idea de oportunidad, que no es otra cosa que la necesidad.
Pese al lastimoso relato de los empresarios del sector – y mi falsa ilusión por reventar la burbuja – la contratación en el sector ha crecido un 65% desde el fin del estado de alarma, pero nada cambia, el 90% de estos nuevos trabajadores fueron, de nuevo, temporales.
«Llueve sobre mojado, ya antes de la pandemia había una situación complicada de temporalidad, precariedad de empleo, contratos parciales… el sector tiene todo lo malo del mercado laboral de España y la pandemia solo ha empeorado la situación», declaraba para 20 Minutos Gonzalo Fuentes, responsable de hostelería del sindicato CCOO.
Pero donde no existe estabilidad tampoco aparece la resistencia. No sé si esto cumple con alguna ley de la física, pero la confirmación práctica y empírica denota la imposibilidad organizativa. Cuando la temporalidad somete la flaqueza de las piernas sobre un hilo, el compromiso y la posibilidad de retar las condiciones de forma cohesionada se convierte en una quimera.
El tema de las prácticas merece un estudio a parte, por mucho que las adereces con una cresta y horas de blanqueamiento televisivo. Los que se adentran con ilusión vocacional para acabar pelando patatas en una sala sin ventanas y sin más aprendizaje que «el método francés», que es básicamente aguantar insultos sin rechistar, son víctimas de un negocio de rápida reproducción económica.
Vivimos bajo el peso de la cifra y los datos, que descuartizan la posibilidad de humanizar las vivencias personales, desastrosas en este caso, y en este relato alfanumérico son expertos los trileros que han mercantilizado las espurias del mercadeo.
Con el auge del turismo y la falta de inversión en ocio alternativo el mundo hostelero ha bosquejado relatos inverosímiles sobre sus supuestas bondades en todos los campos, cuando esconde no más que el egocentrismo personificado, ahora disfrazado de libertad.
Para la posibilidad de darse dicho fenómeno cargado de putrefacción han sido necesarios años de propaganda en prime time, cara simpática y fotografías que entran por los ojos.
Sobre cómo es trabajar en una cocina no hay nada que en España traiga la tan manida expresión de «pan y circo», pero vista desde el emponzoñado lado de la víctima.