César Villar
Biólogo y militante de Esquerda Unida
Sabemos por experiencia que a pesar de que en las sociedades capitalistas más avanzadas se hacen constantes referencias a proyectos de sostenibilidad y defensa del medio ambiente, resulta difícil aplicar medidas que exijan cambios importantes en el sistema productivo o en las mentalidades. En una situación como la actual, ante la evidencia de una posible catástrofe climática y una mayor visibilidad del problema, en parte gracias a las exitosas movilizaciones, nos gusta pensar que se están abriendo algunas posibilidades de cambio, que los científicos y activistas pueden encontrar a la población mejor dispuesta para escuchar y participar.
Uno de los temas en los que creo que esta sociedad necesita urgentemente un cambio de perspectiva, es el turismo. Resulta llamativo que poca gente reconozca los evidentes impactos sociales y ambientales de la actividad turística, tal y como está organizada actualmente. Para algún experto es una de las actividades más insostenibles a nivel global que podemos realizar (J. Fariña), pero no es frecuente encontrarse con opiniones o visiones críticas que reconozcan la parte de responsabilidad que le corresponde en la actual situación de deterioro ambiental, y en el cambio climático. Desde luego, no debe ser fácil divulgar mensajes contra el único gran sector económico que crece a un ritmo imparable a nivel mundial y del que dependen tantos países. Según la OMT, se contabilizaron 1.400 millones de llegadas de turistas internacionales en 2018, el noveno año consecutivo de crecimiento sostenido.
Comencemos por el dato más útil y directo: según un estudio publicado en “Nature Climate Change” por investigadores de la Universidad de Sidney (2018), el turismo es responsable del 8% de las emisiones mundiales de CO2. Hasta hace poco, los estudios eran menos exhaustivos; no incluían actividades necesariamente asociadas al turismo, de modo que su impacto se llegaba a considerar cuatro veces menor. Debemos, también, señalar uno de los aspectos más nocivos e insostenibles de esta próspera “industria sin chimeneas”, quizá su punto más débil: el transporte, y más concretamente el aéreo, que ejemplifica como ninguno esa insostenibilidad. Según estimaciones de la propia industria, a la aviación le corresponde algo más del 2% de emisiones de CO2, aunque expertos como Stefan Gössling hablan de un impacto bastante mayor por efectos de calentamiento adicionales que no se tienen en cuenta en las estimaciones oficiales. Considerando que solo el 3% de la población mundial voló en 2017, es difícil encontrar una actividad humana en la que a nivel personal se pueda generar un perjuicio ambiental tan grande. Sirva como ejemplo un estudio de la ONG Germanwatch: un vuelo de ida y vuelta de Alemania al Caribe genera tantas emisiones perjudiciales (4Tm CO2) como la media que generan 80 habitantes de Tanzania durante todo un año. Insistimos en este modo de transporte porque es, con diferencia, el que mayor impacto tiene sobre la huella turística: en un viaje de Europa a Canarias el vuelo supone el 75% de la huella, y de Europa a Seychelles aumenta hasta el 90% (Fdez. Miranda).
Los daños generados en España (récord de 82,6 millones de turistas internacionales en 2018), por el incremento imparable de la actividad turística de estos últimos años, son realmente importantes. Después de varias décadas de monocultivo turístico, la especialización, además de generar una economía muy vulnerable y dependiente, nos regala un muestrario muy completo de impactos negativos sobre el paisaje, las ciudades, la sociedad y el mundo del trabajo. Los que posiblemente generan hoy más conflictos son los efectos de la turistificación de las ciudades: incremento de precios, cambio de usos habitacionales, expulsión de población del centro, desaparición de comercio local, reducción de espacios de uso público, etc. Los vecinos de muchas ciudades comienzan a movilizarse: ya saben que las ganancias del turismo no benefician a la comunidad y exigen medidas para recuperar la vida urbana compleja y tradicional, el uso residencial de sus viviendas, y detener los procesos de gentrificación.
En cuanto a los paisajes y el medio natural, grupos ecologistas y ciudadanos afectados se ven forzados constantemente a denunciar los desastrosos efectos de la presión turística sobre el territorio. Centenares de localidades y enormes territorios costeros o parajes montañosos de gran interés ven proliferar edificaciones, viales e instalaciones de ocio, a costa de arruinar ecosistemas de enorme riqueza natural y bienes y construcciones de gran valor etnográfico y cultural. En el campo de las infraestructuras, muy pocas opciones políticas manifiestan interés en frenar la desaforada construcción, frecuentemente bajo sospecha de actividades especulativas, de aeropuertos, puertos, autopistas o instalaciones para el ocio, con los consabidos e irreversibles efectos destructivos. Un ejemplo: actualmente el 74,3% de la línea de playa de la Comunidad Valenciana está urbanizada (Greenpeace).
Lo que a estas alturas ya no podemos poner en duda es que el modelo turístico dominante, a pesar de ser un puntal básico de la economía, sobre todo en nuestro país, no tiene mucho futuro. Por supuesto, hay diferentes modelos de turismo: el arquitecto José Fariña distingue entre turismo flotante (basado en precios baratos, la lejanía del destino como valor añadido, el clima agradable y la seguridad) y turismo de territorio o anclado (basado en la búsqueda de cultura y/o naturaleza). Aunque sus diferencias puedan llegar a ser importantes, es evidente que ninguno de los dos modelos podrá sustraerse a los efectos de la crisis climática ni al creciente precio de la energía. El primer tipo, de masas y en predominantemente internacional, tenderá a contraerse casi hasta la desaparición, mientras que el segundo tendrá que adaptarse.
Una vez asumida la necesidad de acabar con el monocultivo turístico, conviene no olvidar algo básico: el turismo masificado no solo es extremadamente dependiente del transporte y del territorio, es que, además, de momento resulta viable gracias a una descomunal inversión de dinero público. No lo podríamos sostener sin que buena parte de nuestros recursos se desviasen hacia esas actividades y servicios. Construcción y mantenimiento de infraestructuras y servicios públicos (aeropuertos, carreteras, agua potable, seguridad, sanidad…), subvenciones al transporte aéreo, promoción y mantenimiento de actividades e instalaciones de ocio, etc… Sin estas inyecciones del dinero de todos, el sector no tendría el peso que tiene en nuestra economía.
Aunque la reconversión de la actividad turística debe de ser profunda y urgente, habría que comenzar por aplicar conocimientos y experiencias puestas en práctica desde hace algún tiempo, pero no a la escala y velocidad suficientes. Básicamente hablamos de modelos de turismo responsable y alternativo. Se trata de promover el desarrollo de actividades turísticas en las que las comunidades locales se vean compensadas social y económicamente, permitiéndoles aplicar medidas de conservación y protección. El consumidor respeta las identidades y culturas locales, busca compartir experiencias, disfrutar y aprender con las poblaciones de destino en condiciones de igualdad, lejos de comportamientos consumistas y relaciones jerárquicas. Otras propuestas relacionadas con la ecología sostenible inciden en implementar medidas para evitar el control y acaparamiento del negocio turístico y los beneficios por parte de los grandes operadores y fondos de inversión, favorecer la organización y gestión local de los servicios, informar a los turistas acerca del impacto que tiene su actividad, promover el comercio justo, etc… Deben combinarse proyectos de concienciación de los usuarios, con planes y normas destinados a promover o desincentivar con medidas fiscales, las iniciativas turísticas y a los propios usuarios, orientando la actividad hacia servicios de mayor utilidad social y menor impacto ambiental. La concesión de etiquetas de sostenibilidad es un sistema de valoración en uso, que se debe potenciar y perfeccionar.
Pero, a medio y largo plazo, aunque todos los viajes turísticos internacionales se hiciesen siguiendo los criterios más estrictos de turismo responsable, no podríamos evitar que los límites ambientales y energéticos se acabasen imponiendo. De ahí la necesidad de proponer medidas más ambiciosas que las recomendadas por el turismo sostenible. Va a resultar imprescindible una decidida intervención de los poderes públicos si aspiramos a evitar la mercantilización y la degradación del territorio y las ciudades, y el impacto ambiental y social sobre los sectores sociales más vulnerables. Antes o después, se deberá promover una reducción de la movilidad y del consumo, habrá que hablar de decrecimiento. Aun a sabiendas de que generará enormes resistencias en la ciudadanía, habituada a la hipermovilidad, a la asociación mental condicionada por los mercaderes del sector entre descanso y turismo y a la asunción del derecho a viajar lejos como uno de los escasos derechos irrenunciables que se asocia al estado del bienestar hoy en fase de desmantelamiento.
Es imprescindible una intervención pública decidida, normativa y organizativa, con amplia participación social y de los representantes locales, a la hora de planificar la actividad turística, cuya actividad será forzosamente más reducida al basarse en la sostenibilidad como principio fundamental. Se debería trasladar a la ciudadanía la necesidad de un cambio radical, asumiendo críticamente los límites y defectos de nuestro modelo turístico y buscando opciones, como el turismo lento y de proximidad, que permita mantenerlo como un sector económico beneficioso socialmente. Es preciso apostar resueltamente por poner límite a los excesos del turismo y dedicarnos a reorientar los esfuerzos y las inversiones hacia el desarrollo de otras actividades socialmente útiles, generadoras de empleo y ecológicamente viables.