Juan Ignacio Codina
Subdirector y cofundador del Observatorio Justicia y Defensa Animal
Autor de PAN Y TOROS. Breve historia del pensamiento antitaurino español

No deben preocuparse por mí, pero sepan que escribo este artículo en tono grave e introspectivo debido a mi insondable desconsuelo y a la honda inquietud que durante estos días me aflige por mor de la suspensión de las ferias tauromáquicas, e incluso de los sanfermines —ay señor, ¿también los sanfermines?—.  Y todo por culpa de este maldito virus antiespañol, concebido para acabar con nuestras más sagradas tradiciones. Por ello me veo en la patriótica y desinteresada obligación de proponer, humildemente, una batería de medidas para que nuestra sacrosanta tauromaquia sea urgentemente rescatada con el apoyo del erario público, dios mediante. Nuestra tauromaquia, patrona de España, señal de nuestra identidad, orgullo de la nación, centinela de nuestra cultura, esa beatífica y sana costumbre de salvar a los toros de su segura extinción no puede, ni un segundo más, sentirse amenazada por este indigno virus extranjero que ha venido al mundo desde el averno comunista para acabar con una de nuestras más gloriosas muestras de ancestral y educativo folclore. 

Ahí van, por tanto, algunas propuestas sencillas y campechanas, como corresponde a mi discreta persona. Por ejemplo, sabemos que, para orgullo de nuestro sistema público de educación, la tauromaquia ya es materia que se imparte a niños y niñas de muy corta edad. Muy bien hecho. Faltaría más. Ahora bien, una vez conseguido esto, yo propongo que hay que ir más allá. ¿Qué necesidad tenemos de esperar a que estas inocentes criaturas lleguen al mundo para enseñarles las gozosas virtudes de nuestra gran fiesta nacional? Ustedes, españoles y españolas de bien, convendrán conmigo en que no hay necesidad alguna de esperar a que estos delicados seres tengan tres o cuatro años para enseñarles, como se hace ahora, que la tauromaquia es un noble juego en el que el toro no muere, sino que simplemente es salvado de la extinción. No, de eso nada. No hay por qué demorar tanto la enseñanza de la tauromaquia. Así que, y he aquí mi propuesta, las mujeres embarazadas, a partir de la cuarta semana de gestación, deben ser obligadas a acudir a nuestras nacionales corridas de toros, sentadas en las primeras filas de los tendidos. Así, nuestros hijos e hijas, ya desde el feliz vientre materno, desde su confortable baño de líquido amniótico, podrán irse ya familiarizando con otro baño, en este caso el patriótico baño de sangre de los toros. Porque, como ya se sabe, la tauromaquia, con sangre entra. Y así, cuando estos españoles en potencia vengan al mundo, lo harán ya con la montera puesta. Imagínense la felicidad de esos padres y madres, trayendo al mundo toreros y toreras. Y es que no cabe mayor gloria a la nación española que nuestros hijos e hijas mantengan, incólumes, nuestras tradiciones, con su castizo olor a muerte, con su inocente barbarie, con su estética sanguinaria, por salvaje e incivilizado que todo esto les parezca a los extranjeros, malvados envidiosos que no saben gozar, como hacemos nosotros, con este espectáculo tan recto e intachable. Esos que, desde fuera, no entienden este deporte en el que el toro, con su sacrificio redentor en pos de la grandeza de España, con la pureza inmaculada de sus gemidos, no muestra sino su agradecimiento por ser, lo subrayo una vez más, salvado de una segura extinción. ¿Y quién no gemiría de placer ante esta salvación tan eterna y tan cristiana? 

Otra medida que se me ha ocurrido durante estos duros días de confinamiento, en los que me he dedicado en cuerpo y alma a discurrir el modo en que nuestra tauromaquia puede ser salvaguardada, pasa porque grandes patriotas españoles se comprometan a dedicar el esfuerzo de sus fábricas textiles, sine die y pro bono, a confeccionar en cadena las moderadas y tan dignas vestimentas de nuestros toreros. Eso sí, convendría que, en el hipotético e inimaginable caso de que esta confección recayera en manos de menores de edad, siendo encima de otros países tan alejados de nuestra civilización, estos, primeramente, fueran aleccionados en el arte tauromáquico, de modo que sean conscientes, pese a su corta edad y a su extranjería, de la responsabilidad que conlleva la tarea que dios y España les han encomendado. De ser así, a buen seguro que trabajarían turnos dobles, y hasta triples, por tres o cuatro duros, si es que no lo hacen ya, que todo puede ser. 

Asimismo, y por echar algunas ideas más al ruedo, se me ocurre que los toreros, esos hombres sensibles, símbolos de la inteligencia más sublime, avezados filósofos y educados prohombres donde los haya, esos seres angelicales, de suaves costumbres —y que pasean la españolidad con tanta distinción, discurso fluido, cultura e ilustración—, donen su sangre torera para el beneficio eterno de la humanidad, puesto que, a buen seguro, su plasma sanguíneo, noble y valiente sin parangón, habrá de servir para hallar en él la vacuna definitiva para este maldito virus. No hay mejor anticuerpo que el anticuerpo torero. Es más, se deberían encapsular sus glóbulos blancos y distribuirlos a la población en cajas de a treinta, uno por cada día del mes. Ya están tardando los del Gobierno en nacionalizar la sangre de los toreros y en hacernos, literalmente, comulgar a diario con ella. 

En fin, no exagero ni un ápice cuando digo que es responsabilidad de todos salvar la tauromaquia. Por eso estos días ando tan intranquilo y errabundo. Sí, estoy afligido porque, claro, escucho a los toreros, que a su vez también están muy preocupados, y esto ya empieza a ser insoportable. ¿Creen ustedes que los toreros se inquietan por los más de 20.000 compatriotas que ya han fallecido por este terrible virus? ¿Creen que han mostrado reparos por los sanitarios, policías, guardias civiles o militares que ya han enfermado o muerto? ¿Creen que les quita el sueño toda esa gente que, en primera línea, nos está ayudando a combatir esta tragedia ya sea en una farmacia, en un supermercado o en una gasolinera? No, hasta ahí podíamos llegar. Los toreros solo se preocupan de su tauromaquia, como debe ser, porque, aunque no nos queramos dar cuenta, la tradición tauromáquica está muy por encima de la propia vida humana, que es insignificante ante el virtuoso santo y seña de la españolidad. Qué más les da a ellos ocho que ochenta. Caigan los españoles que caigan, pocos serán si, al final, conseguimos, entre todos, salvar nuestras bellas y delicadas costumbres tauromáquicas. Todo es poco cuando está en juego librar al toro de su extinción.  

Fíjense cómo estará la cosa que, según se ha podido leer, los toreros están tan mustios que hasta han propuesto que se hagan corridas de toros a puerta cerrada. Sí, qué gran sacrificio. Martirizar toros sin público. Algunos de ustedes, sin duda movidos por un pérfido sentimiento antiespañol, se dirán: pues menuda ocurrencia, como si eso no se hiciera ya a diario en los mataderos. No, no se confundan, no caigan en la trampa bolchevique de comparar a los matarifes con los toreros. Ni mucho menos, que los héroes del capote visten de relumbrón y oropeles y, aparte de esa, existen otras muchas diferencias entre unos y otros, aunque ahora, la verdad, no se me venga ninguna a la cabeza. 

Además, tanto hablar del desconfinamiento de los niños… Que niño ni que niño. Nada de eso. Los primeros en salir a la calle deben ser nuestros toreros. Por eso, propongo que debemos contemplar la posibilidad de llevar a cabo un desconfinamiento a la torera. Porque ellos se lo merecen más que nadie. Es más, los propios toreros deberían ofrecerse voluntarios para salir y enfrentarse al virus ahí, dándolo todo, con sus anticuerpos españoles por montera. No se me ocurre mejor servicio a la patria, ni mayor reconocimiento a la valentía de estos personajes tan honorables a los que poco pábulo se les da en tertulias mañaneras en comparación con el que realmente merecen. Su profunda sabiduría, de tasca y botijo, es recomendable hasta en la peor de las pandemias. 

Ya está bien de tonterías. Y si se ha de crear, no digo ya un bono de guerra, sino un bono tauromáquico, pues a pagarlo todos religiosamente y con gusto, para así poder sufragar con más dinero público la tauromaquia. Demostraría que en este país todavía queda algo de decencia, y que hay señales para la esperanza. 

Ninguna vida por delante de la tradición, ningún español por delante de las bienaventuranzas del toreo. Lo diré más claro: menos mascarillas y más toreros. Y aquí primero paz, y después gloria, que antes de nada debemos velar por que el toro no se extinga, porque con él se extinguiría la propia raza española, y hasta ahí podíamos llegar. Que sepan ustedes que seguiré pensando en medidas para salvaguardar este patrimonio que tanto nos enorgullece y que no debe desaparecer. Voto a Bríos que por mí no va a quedar. Vamos, por encima de mi ADN español. Que así sea, si es lo que dios quiere, y cierra España.

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