Julio Mateos Montero


Hay quien dice, con cierta razón, que la presencia de los símbolos sustituye a la presencia de las ideas, de los argumentos y de los problemas reales. Uno de los ejemplos que se ponen encima de la mesa son el uso de las banderas, y más en concreto, siguiendo la crónica de la actualidad, el asunto de los lazos amarillos y pancartas en edificios oficiales de Cataluña. Renuncio de antemano a introducirme en el tema que ya tiene millones de “opinadores”. Lo único que quiero aportar, especialmente a los lectores no salmantinos e incluso a los salmantinos conocedores de los hechos, es un contraejemplo muy pertinente. Se trata de un ejemplo pequeño”, por ser de ámbito local, de Salamanca. Es el siguiente. 

En 2005, se desató una prolongada polémica por la devolución a la Generalitat (cumpliéndose la ley) de unos documentos procedentes de Cataluña. Era una parte de aquellos que en el primer franquismo fueron saqueados de aquí y de allá, por los vencedores, para ser almacenados en Salamanca (ciudad en la que, no se olvide, el dictador fue elegido generalísimo de los sublevados). De tales requisas, se fue creando el Archivo General de Guerra Civil Española. La larga y retorcida historia de los polémicos “papeles de Salamanca”, en el contexto que emergen distintas reivindicaciones de la memoria histórica, puede verse en las hemerotecas y no interesa especialmente para lo que ahora queremos decir. Pero para situar brevemente al lector, el caso es que en cuando se anunciaba que los documentos volvían a Cataluña (quedando, desde luego, en Salamanca copias de los mismos) en la ciudad charra se armó la marimorena. Y, sin que la inmensa mayoría de la población supiera de que se trataba, faltó tiempo para que se saliera en masa a las calles como si los catalanes se llevaran las joyas de la patrona Virgen de la Vega o planearan robar la famosa calavera con rana. En fin, poco importaba qué narices eran esos papeles que primero Pujol y más tarde otros gobernantes catalanes pretendían robarnos. Ya se sabe: «esos lo quieren todo, encima que les hemos dado más que a nadie, se quieren ir de España y encima llevarse toda la riqueza que todos les hemos dado…» La mecha estaba encendida. Cuando a los bajos fondos de la “honra” colectiva se une la disparatada alucinación de que tocan la sagrada propiedad de “nuestro” territorio (como si una finca comunal fuera la piel de toro), todo está dispuesto para que el populismo hinque el diente 

A lo que íbamos. En 2005 el ayuntamiento de Salamanca colgó en el balcón principal una gran pancarta referente al motivo del arrebato, la cual ponía: Venceréis pero no convenceréis. Claro, la famosa frase de Unamuno increpando a Millán Astray y demás facciosos congregados en la Universidad en 1936, era convertida por el Partido Popular, en grito de guerra para un ataque directo al nacionalismo catalán. ¡Qué prodigio de ingenio para una burla y una tergiversación! ¿Cuánto tiempo estuvo esa pancarta colgando en el balcón de la Plaza Mayor? Ni nos acordamos. Mucho tiempo. Luego, en 2009, la volvieron a poner. La oposición criticó el hecho. Por ejemplo los socialistas, dijeron que el alcalde del PP, a falta de ideas buscaba el enfrentamiento con Cataluña y ahondar en la política de enfrentar territorios de España. Una pena que no lo hubieran pensado antes un poco mejor porque años atrás, en 1995, el PSOE en el gobierno municipal fue el que lideró la primera resistencia a que los documentos volvieran al control de la Generalitat. Es decir que la cosa viene de lejos. Tiempo suficiente para la maceración de muchas mentes en una vieja salsa de tópicos simples y de símbolos. Y que nadie se engañe, la polémica de “los papeles de Salamanca”, la pancarta que la institucionalizaba, no fue un asunto técnico de historiadores y archiveros. Fue un asunto meridianamente político, un genuino precedente del conflicto posterior, del procés. En otras pancartas de manifestantes salmantinos se leía, por ejemplo, España y Archivo= Unidad. 

Tal vez haya que aclarar que quien esto escribe es un sujeto salmantino que no tiene de independentista catalán absolutamente nada.    

Las dos fotografías que incluimos aquí deberían ser suficientemente expresivas para pensar más allá de las opiniones vulgares. Propongo, a bote pronto, algunas reflexiones a modo de muy provisionales conclusiones. 

Conclusiones 

Los símbolos han estado presentes en la humanidad (miles de años) como parte imprescindible de la formación de identidades. En primer lugar religiosas, también patrias, movimientos sociales, ejércitos. En realidad se dotan de símbolos la mayor parte de instituciones y voluntades de poder que necesitan de apoyo popular. 

Los símbolos, por sí mismos, si no son contemplados en el contexto político y social que se utilizan, no tienen sentido. Requieren de explicaciones de uso e intenciones, las cuales, además, pueden ser cambiantes en el tiempo. Un ejemplo sencillo. Los de mi generación, nacidos y crecidos en el franquismo, hemos estado inmersos en un océano de símbolos: cruces (especiales y de todos los tamaños), estandartes y banderas por doquier, himnos y exhibiciones. Eran símbolos totalizadores, aplastantes, sin réplica, de aquel periodo que fue identificado con la paz de los cementerios. ¿Es un pasado superado? Desde hace un tiempo esas expresiones simbólicas retornan como torito bravo (“sin complejos”), anunciando un nuevo amanecer”. Véase al ministro Zoilo y otros compañeros de gabinete entonando emocionados el novio de la muerte.  

En fin, el uso de los símbolos es inevitable e incluso cumplen una función social. Son herramientas de expresión colectiva necesaria. Pero cuando se usan, con patente de corso y se contraponen a los contrarios mediante la capucha y las tijeras, con cuestionados juicios que conducen a la prisión, o cualquier tipo de fuerza bruta (¡anda que no tenemos ejemplos históricos de ese tipo de escenarios!), es hora de ponerse a temblar. También la hora de resistir. Porque, en cuestión de símbolos, sólo debemos acogemos a una única intransigencia: aquella que no permita los símbolos que directamente representan la intransigencia absoluta. 

En cualquier caso, también creo, que cuantos menos símbolos, menos banderas, mejor. A ser posible pequeñitas y prendidas en la solapa o el vestido.  

Leemos a Rafael Sánchez Ferlosio: «Dicen que las banderas no son más que telas de colores. Sí, sí … Pero ¡Ojo que las pinta el diablo!» Y en cuanto a carteles y pancartas, útiles para saber que quieren decir unos manifestantes o colectivos, sería muy de agradecer una emulación de la imaginativa y rica inventiva de los jóvenes del 68. Que se note, al menos, que sabemos usar la cabeza.     

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